Las preguntas se suceden, las respuestas van y vienen, yo no detengo nada ni nada me ata. Mis amores no son míos, mis padres no son míos, mis hijos no son míos, nis nietos no son míos. Estoy a la intemperie, aceptando ser, simplemente ser, sacudido por las olas y el viento, aceptando caerme, aceptando herirme, y también aceptando cuidarme y aceptando sanarme.
Oigo a veces el grito o el susurro de queja de la niña o el niño pequeño que, en mí, habita. Le miro con profunda ternura, le acaricio y le escucho, sin interrumpirle. Pero, luego, me levanto, lo cojo de la mano y le hago caminar a mi lado.
Y también contemplo a ese personaje furioso que pierde el control gritando y, antes de que siga, le acaricio el lomo, como hago con mi perro cuando ladra, y le fuerzo a sonreir, para que así la furia se alivie. Y también le cojo de la mano y camina a mi lado, trastabillando con los pies, mientras, poco a poco, la tempestad se calma. Pero no le dejo que rumie la culpa ni el remordimiento.
Y miro también el alma contraida y seca de ese otro personaje: lleno de tristeza, depresión y desánimo, y observo sus muecas, que se me antojan tragicómicas. Y no digo nada ni intento aliviarla, pero le cojo de la mano y dejo que la tierna caricia alivie su alma cansada. Y seco sus lágrimas y la rodeo con mi brazo, mientras caminamos.
Y así voy reuniendo a mis personajes en esta no-separación del caminar mientras el flujo continúa. Y leo que,
…en el fondo de cada ser, late un pulso unísono, un pulso armonizado, un fuego que no se acaba. No es una joya separada del ser completo, no es una piedra preciosa escondida que hay que buscar, es más bien el latido de la existencia, presente en cada molécula, en cada circunstancia.
Pero ese latido a veces, o casi siempre, no lo escucho, no lo oigo, pues estoy en oscuridad. No siento el anhelo de ese latido escondido, el fuego que me impulsa a la unión, solo oigo el ladrido del personaje, el cantar de los grillos en la noche. Y esta soledad en la que, a veces, me siento, me asusta, y me lleva a buscar desesperadamente una caricia, una voz amiga, que me recuerde la casa común, el lugar que perdí y cuyo camino de vuelta no encuentro.
Otras veces, no siento nada, ni siquiera los gritos, ni sé del anhelo y me muevo por la vida como un muerto viviente. Sé que el pulso quizás está ahí. Pero yo estoy ciego, yo estoy ciega, y confundo esta paz de cementerio con la vida que toca, con la vida que me toca. Este silencio sin nada puede ser también mi propio ruido.
Por fin, otras, las menos, siento de pronto pulsar las cosas, escucho los sonidos del mundo, y veo luz, y las formas, y los paisajes, y todo se me antoja cerca. Todo resuena, por una vez, en mi corazón sensible, como una brisa de primavera. Y el silencio está lleno de paisajes, y mi espíritu vuela liviano, sintiendo la belleza y la humildad de esta mi realidad.
Cuando este pulso, este murmullo, está presente en el trasfondo, como un inmenso silencio, todo fluye, incluso las preguntas se acallan y siento la calma de mi sensible alma, mientras danzo de personaje en personaje, sin ser nadie en particular. Cuando este murmullo, cuando este pulso, se deja sentir, siento que estoy en casa y todo, cada una de las cosas, de los seres, de los rostros que miro, se convierten, son, mi madre, mi padre, mis hermanos, y todo tiende a la unión y sé que puedo reposar en el Amado.
Pero esta epifanía dura solo un momento, quizás, un leve paso, un suave aleteo del llamado pájaro de la eternidad que se aleja y, casi siempre, mi vida es una mezcla extraña entre sentirme un yo, personaje permanente que me creo, un destino, una identidad que me invento, que necesita alimento y sostén, seguridad y permanencia, y ese otro pulso que está en el fondo y que me conecta con las cosas y me lleva hacia la unión, esa mezcla extraña, diferente en cada momento, momentos en los cuales predomina el personaje que grita y no deja oír nada, y no hay silencio, y otras hay el silencio que se abre paso, que pasa la mano por el lomo al personaje sin creer el teatrillo que realiza.
Pero el pulso siempre está, continuamente en el trasfondo, y el anhelo siempre está, no solo en mí, no solo en ti, en todos los seres. Un flujo, un fuego, un impulso que lleva continuamente al conjunto del Universo a la epifanía, a la manifestación. Y, en esta extraña mezcla realizo mi vida, una forma de vivir esta aventura humana, que no comprendo, pero que me toca aquí y ahora.
A veces, me hace asemejarme a ese pajarillo desorientado que quedó encerrado en una habitación y que, una y otra vez, se golpea contra el cristal de la ventana. El pajarillo está hecho para volar libre, que la existencia en esta celda le impide; aunque una y otra vez se dirige hacia la luz, siempre uno u otro personaje le impide salir. Una y otra vez quiere volar, quiere volver al nido en el que todo es realizado, pero está perdido y no ve los cristales de su agonía, de su sufrimiento, mientras revolotea de uno a otro figurante. Así me veo: ese pajarillo desorientado. A veces lo encontré yo, en una de mis habitaciones, y lo cogí con una tela, lo arropé, inmediatamente abrí la ventana, y abrí la tela, y el pajarillo voló hacia los árboles. ¿He de esperar que alguien me recoja como tal pajarillo y me abra la ventana? ¿O habré de abrirla yo? ¿De qué va esto? ¿De qué va esta vida?
Escucho al Maestro en aquel mensaje eterno que todos hemos oído:
“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.”
Lo hemos oído tantas veces que se ha convertido en un tópico. Pero hoy, aquí, yo intento comprenderlo.
En cuanto me sitúo en mi perspectiva dualista, entiendo esto como un esfuerzo de salir de mi egoísmo y de entrar en la generosidad. Y así es como usualmente es recibido este mandamiento: un esfuerzo continuo de salir de mi yo, de mi egoísmo y acercarme a otros. Pero no es esto lo que el Maestro nos dijo. Hoy quiero quedarme en la segunda parte:
“…Como yo os he amado.”
‘¿Cómo me has amado, Maestro? ¿Cómo me amas? Porque en otro lugar tú citas también, antes de ir a la muerte:
“…Que sean uno con nosotros, como tú y yo somos uno”.
‘No me amas desde fuera, me amas desde dentro, desde el centro del ser, donde tú habitas y donde estás, desde la existencia no-separada, desde el no-yo.’
Y ahí, de pronto, se cae una túnica que me oscurece los ojos y que me lleva a comprender que el amor al que estoy llamado, el pulso que está en el fondo de mí, es a una comunión que se convierte en mi forma natural de vivir. Porque como dices:
‘Solo cuando lo de arriba se vuelva como lo de abajo, lo de delante como lo de detrás, lo masculino como lo femenino, …entraréis en el Reino.’
Estás diciendo, de nuevo, que la forma de amar, el mandamiento nuevo, que categorizará mi forma de vivir, es desde la ruptura, de la frontera en la cual me sitúo constantemente. Y, esta forma de amar, me sobrecoge. Pues implica romper la separación; que, en vez de hacer este esfuerzo de ‘personaje que intenta ser generoso’, habré de vivir continuamente de esa manera; desde que abro los ojos, en cada momento, no diferencias, no superior ni inferior, no antes ni después. No es esto una nueva teología, no, no es un nuevo mensaje del Maestro Redentor. Es la forma natural de ser de las cosas, de los seres.
Se me hace duro, porque continuamente me siento atrapado en pequeñas telarañas, desde la mañana hasta la noche. Me gusta mi café y mi fruta por la mañana, y me disgusta cuando me dejan sin fruta o se ha acabado el café. Y hago continuamente de mi vida un mundo de competencias, donde intento sobrevivir, en busca de mi propio espacio. Y esta forma no es como tú amas. No se trata de que ‘mi’ café lo comparta contigo y tome un café contigo, sino que no hay ‘mi’ café, no hay ‘mi’ fruta, no hay ‘mi’ comida, no hay ‘mi’ traje, no hay ‘mis’ padres, no hay ‘mis’ hijos.
Esto suena bien, tus palabras me suenan bien, cuando, en el medio del silencio, siento el pulso y siento el anhelo y ahí puedo habitar. Pero, continuamente, cuando me levanto del silencio, me alejo de él y todo se vuelve un esfuerzo, y todo se vuelve un deseo de dejar algo para mí. Pero si no lo hago, me pregunto aquello de ‘¿Qué va a ser de mí, si me alejo? ¿Qué pasará, si pierdo mi identidad con el viento? ¿Qué ocurrirá cuando mis huesos se vuelvan polvo?’ Y por ello pugno por mantener mi permanecer.
En todo caso, tu mensaje: “Como yo os he amado”, me hace sentir nostalgia de hogar común, nostalgia de la mirada dulce que me penetra, sabiendo que tus ojos son mis ojos y que el Eterno, el Universo, el Todo, está en el centro de mí.
Hoy, pues, siento ese pulso, ese murmullo silencioso que me dice que no hay nada que perseguir, nada que hacer, sino que es una manifestación completa en todos los seres, que andan entremezclados. Amor sin separación, amor desde el despojamiento, habiendo perdido el personaje, abandonando el creer, el saber y el poder, e inclinándome en un gesto de servicio. No un sacrificio, no un esfuerzo, sino la forma natural de vivir. Desde este mi silencio, así me propongo amar yo, a pecho descubierto, sin nada que ofrecer o negociar, sin miedo a ser herida, sin temor a perder lo mío, pues nada es mío.
En tu utopía, tú me dices:
“Si alguien te pide el manto, entrégale también la túnica. Ama a tu enemigo, ama al que te ataca, al que te humilla, al que te persigue.”
Y todo ello lo hemos encapsulado los que nos hemos llamado cristianos, yo lo he encapsulado, en un mensaje como una utopía hacia la que ir pero que no es realista. Sin embargo, es exactamente eso lo que es la esencia del ser: solo es posible amar al enemigo si yo soy el enemigo, si yo soy el maltratador, si yo soy el opresor. Y lo soy, pues no hay separación. No hay, pues, un destino que buscar, no una historia que defender, no un futuro que esperar. Abrazaré esta mi muerte del personaje, y abrazaré también mi muerte definitiva, para entrar plenamente en la casa del Padre.
Así que hoy rechazo ser todos esos personajes, siéndolo al tiempo. Intento ser sin nombre, sin lugar que sea propio, mientras me enriquezco en el alma, y en los sentimientos, y en las cosas, y en los seres, y vibro por los caminos no pretendiendo salvar a nadie ni dar sabios consejos siquiera, ni necesito ni busco que nadie me escuche, ni deseo tener escuela o capilla. Solo deseo vivir a pecho descubierto, abrigando en el fondo de mi existencia, todo lo existente en los valles, en los océanos, tantas miradas, tantas lágrimas, tanto sufrimiento, que recojo en esta mi vida. Aventura hermosa de vivir en lo concreto y en la totalidad.
Y escucho a ese otro maestro que, refiriéndose al pulso permanente que existe en los seres, dice:
“En ningún momento los soltéis. Todo aquello con lo que se topan vuestros ojos es esto. Pero cuando surgen sentimientos, cuando surgen posiciones, se bloquea la sabiduría. Cuando los pensamientos ondean, la realidad desaparece.”
He de vivir, pues, en lo concreto, con la realidad, la realidad viva en presente, rompiendo, en cada momento, con la dicotomía, desde el silenciamiento, al que me he comprometido, rompiendo con la separación en los detalles, con el alejamiento de ese pulso central que resuena cuando hay silencio completo y, para ello, he de vivir koánicamente. Y quiero expresar, para mí y para vosotros, aquí, qué es vivir koánicamente.
Primero, en el pensamiento. Mirar, aprender, observar y vibrar, sin atarse a interpretaciones cerradas, a fórmulas ya expresadas, a conceptualizaciones o nombres, estando siempre abierto, atento, a no confundir lo vivido con el nombre, la realidad con la definición. Siempre siendo nómada de mi propio pensamiento, dispuesto a cambiar, preparado para nuevas preguntas, atento a escuchar la sabiduría interior que susurra desde dentro en medio del silencio, y que no es nada deductivo, que no es nada siquiera inductivo, sino que surge desde el misterio.
Uno está en medio de las calles de la ciudad, pero no tiene gustos ni aversiones, no tiene decisión, ni opinión tomada, desde la cual interpretar las cosas. He de vivir en medio de las cosas, mirando con interés todo lo que existe, ocupándome de ellas y de los seres en cada acontecimiento, pero sin gustos ni aversiones, sin atrapar ni rechazar nada. Y esto es vivir en el lugar común, esto es habitar en la casa del Padre, sin rechazar ni atrapar nada.
La vida se interpreta a sí misma, no necesita ser interpretada. Cuando la interpreto y la reduzco a un nombre, la pierdo. Y, en este sentido, entiendo la segunda estrofa del Shin Jin Mei:
“Haz la más mínima distinción, y el cielo y la tierra se distanciarán infinitamente.”
Y la pregunta central es: ¿Cómo expresaré este koan vital que aparece continuamente ante mis ojos? ¿Como expresaré cada uno de los momentos desde esta perspectiva koánica?
Y, en segundo lugar, viviré mis sensaciones también desde el koan. Aceptaré sentir la caricia del viento, la quemazón del fuego y de la nieve, el sabor de un beso, el dolor de un latigazo. Lo sentiré en mi cuerpo y en mi espíritu, pero también lo sentiré cuando ocurre en el cuerpo de otros, cuando ocurre en los animales, cuando ocurre en la tierra. Si es así, todo se entremezcla y pierdo el norte de la separación y, en esta mezcla, noto que las defensas para no sufrir se caen, pues sufro con el mundo y renuncio a la defensa, a identificar y comprender, y permito que las sensaciones vuelen, callando. Y palpo, escucho, huelo, gusto, poco a poco, de modo que me apasione en el placer y acepte plenamente el dolor, no esperando, no buscando. Y ya no seré ‘yo’ teniendo dolor o ‘yo’ teniendo placer o ‘yo’ teniendo molestia o ‘yo’ teniendo disfrute, sino que será ‘esa sensación’ y ésta será vivida con intensidad. El koan de las sensaciones es ser gusto, es ser oído, ser vista, ser olfato. Como el Buda decía:
“…Cuando mires sé solo el mirar, cuando escuches sé solo el escuchar, cuando gustes sé solamente el gusto, cuando pienses sé solo el pensamiento natural…”
Vivir de esa manera las sensaciones.
Y también viviré de esa manera las emociones, siendo tristeza, alegría, enfado, temor, jolgorio o depresión, sin que haya un observador juzgando, o calificando, o poniendo nota a las emociones que se manifiestan en esta vida. No hay un juicio de condena o de aceptación, sino que fluiré en los momentos, poniendo mi corazón en la vida sin atarme a normas ni condicionantes. Fluiré, eso sí, con elegancia delicada, en el flujo suave de las emociones que surgen y se van, sin que se enquisten en estados de conciencia. Diré: “Estoy triste” y de ahí pasaré a “Ahora, la tristeza”, pero no seré tristeza, no habrá un carácter que me defina, pues habré salido de las cadenas familiares de ser, simplemente, ‘el depresivo’, ser ‘el jolgorio’, ser ‘el que se enfada’, ser ‘el que nunca tiene sensaciones ni emociones’, sino que seré en cada momento lo que toca, y viviré la poesía del flujo de las emociones que van y vienen en mí, correspondiendo al momento de la vida que se expresa en mí. Aceptaré ser sacudido por los elementos de tierra, agua, fuego y aire: duda, anhelo, ira o dicha. Simplemente porque aceptaré que la realidad está aquí.
Y, por fin, viviré también koánicamente mi propia acción, mi propia actividad. Aceptaré como origen de mi acción, el misterio de no perseguir nada, ni tener un destino, ni tener una meta, sino simplemente hacer lo que toca, con pasión entregada. De igual manera que llega el momento en que el violinista no toca, sino que solamente la música suena, y de que las palabras no surgen como correspondencia de un esfuerzo evolutivo, sino que vienen del prajña, de igual manera que la manifestación y la expresión, y las emociones y las sensaciones van y vienen, esta acción, y esta no-acción, aquí y ahora, surgen del centro de la mente-corazón que me habita, dejando espacio para la espontaneidad, evitando el cálculo continuo, evitando el control continuo de la situación.
Cuando danzo, si pienso en los pasos que tengo que dar, no hay danza. Cuando mi pensamiento se vuelve loco y ya no existe, entonces surge la danza y surge la armonía. No hay una relación causa-efecto. Es simplemente el asentamiento en el silencio, en la delicadeza y la paz de mi alma sensible, que se mueve suavemente, siendo amor y comunión, que sabiamente me guía.
Y termino este programa con un poema de Ryokan, que expresa esto. Él dice: