¿Cómo hacer que el silencio hable y la quietud camine?

Roberto Poveda Anadón
 
Hace un par de años traduje, desde el francés al español, un texto de un monje zen japonés por desgracia escasamente traducido en mi lengua, Kōshō Uchiyama, que se titulaba “Sesshin sin juguetes” (Aquí). El texto describía la forma en la que se realizaban y  se siguen realizando las sesshin, los retiros para la práctica de zazen, en Antaiji, un pequeño monasterio soto zen japonés en el que Uchiyama ejerció el cargo de abad. No me interesaba especialmente Japón, con sus formas para mi extrañas, ni tampoco la vida monástica; pero la fuerza, la radicalidad y la pureza de la propuesta de Uchiyama me conmovió intensamente. Había algo que trascendía en ella cualquier entorno cultural o geográfico concreto. Lo que allí dice, aunque expresado a través de una forma y para un entorno concretos, va mas allá de cualquier forma y de cualquier entorno, monástico o laico, oriental u occidental; expresa una actitud sincera y profunda hacia zazen entendido como una forma de orientar la propia vida.

 

 

En primer lugar, Uchiyama eliminaba de las sesshin cualquier elemento superfluo; eliminaba el canto de sutras, eliminaba el trabajo, eliminaba cualquier tipo de enseñanza oral, eliminaba el uso del kyosaku, el bastón tradicional usado para corregir las posturas y alentar a los participantes, eliminaba en definitiva casi todo menos zazen, más algo de comida, unas horas para dormir y algunos instantes para atender las propias necesidades. Es decir, zazen en medio de la propia vida   desnuda (sin juguetes), expresados ambos de la forma más simple e unitaria posible. 

 
En segundo lugar, y este gesto, aparentemente mínimo pero altamente simbólico, creo que lo cambia todo; Uchiyama, el abad de aquel monasterio, se sentaba cara a la pared, como el resto de practicantes. De esta forma, aboliendo de entrada toda asimetría entre observador y observado, entre enseñante y aprendiz (o maestro y discípulo, si se prefiere la terminología al uso), entre realización y doctrina, devolvía la responsabilidad del propio zazen a cada practicante, a la realidad de uno mismo, es decir a la única persona en realidad capaz de realizar su propio zazen así como de vivir su propia vida.
 
Algún tiempo después leí su testamento espiritual, el discurso de despedida que dio cuando abandonó el cargo de abad de Antaiji; un gesto cargado también de un profundo significado simbólico y espiritual. Un gesto, por otra parte, inusitado; tanto aquí, en occidente, como en oriente, donde nadie una vez alcanzado el “cargo” dimite. En ese texto dice: 
 
«¿Qué o quién es un auténtico maestro? Si lo consideramos intelectualmente y decimos que tal o cual persona debe ser el verdadero maestro, estamos cometiendo un grave error. Tan sólo estaríamos confiando en nuestro pensamiento engañoso de que determinada persona es un verdadero maestro. Zazen, lo cual es soltar y abrir la mano del pensamiento, es el único verdadero maestro. Este es un punto cardinal. Nunca les he dicho a mis discípulos que yo soy un verdadero maestro. Desde el comienzo siempre he dicho que el zazen que cada uno de nosotros practica es el único y verdadero maestro.»
 
Personalmente considero que una practica sincera de zazen requiere, o se manifiesta, o se le permite manifestarse (es difícil separar agente y acción, sujeto y objeto cuando hablamos de zazen) a través, como mínimo, de determinadas cosas. Sin pretender ser exhaustivo con los puntos que voy a indicar a continuación, ni aun menos abarcar con ellos aquello que es inabarcable, lo cual es algo imposible por definición, intentaré señalar algunas cuestiones que han sido y son en mi propia experiencia importantes: 
 
– Ha de convertirse en una práctica cotidiana, si no su lugar será siempre el de lo “excepcional”, es decir lo separado de lo “ordinario”. En caso contrario, si practicamos zazen solo esporádicamente, en vez de ser el camino que nos lleva más allá de toda discriminación de nuestra mente limitada, se convertirá en una nueva dualidad en nuestra vida, en una nueva ilusión, en una nueva fuente de malestar.
– Ha de estar situado en el centro de nuestra existencia, constituyendo el eje, el vacío central, la oquedad venerable y venerada alrededor de la cual pueda girar la rueda de nuestra vida libremente, liberada de todo sufrimiento.
– Ha de basarse en un espíritu en el que se descarten las ideas de competición, consigo mismo o con los demás, así como de mejor o peor, de bueno o malo, de preferencia o rechazo, acogiéndolo todo en su seno por igual.
– Ha de librarse, como de cualquier otra  idea, también de la idea de logro, de la idea de consecución incluso respecto al propio zazen. Es decir, de la idea de haber comprendido por fin “en qué consiste zazen” pues, en el momento en el que consiguiéramos “fijar” un algo, ese algo estaría muerto, ya no sería zazen. Convertido en un cadáver sobre la mesa de un médico forense, tan solo sería capaz, como mucho, de informarnos sobre el pasado, sobre cómo se llegó hasta allí, pero ya no de renovar con nueva vida el presente que pasa incesante a través de nosotros.
 
Esto no es otra cosa que comprender, aceptar, confiar, abandonarse al hecho de que zazen es una práctica inabarcable, ilimitada y, al mismo tiempo, de que es un camino que solo puede ser andado por cada uno de nosotros, con nuestro propio cuerpo y nuestra propia mente abandonados a la quietud y el silencio que lo abraza todo, momento a momento y día tras día.
 
Con todo, y aunque fundamentalmente se trate de un camino solitario, para profundizar en este camino es adecuado poder confrontarse de vez en cuando con otros que estén también recorriéndolo y, si es posible, que hayan recorrido un trecho mayor del mismo. Esto es útil para evitar encaminarnos por sendas erróneas y sin salida,  extraviándonos ante cualquier fantasía. Pero también, ante todo, a nosotros, pobres humanos prontos a desfallecer ante cualquier obstáculo, este compartir nos sirve de aliento para seguir andando, para seguir construyendo aquella senda que solo existirá para nosotros si es pisada por nuestros propios pies.
 
Podemos rastrear aquel reunirse de los practicantes desde los comienzos del budismo. 
 
En los primero tiempos, en el boscoso y monzónico sur de Asia, básicamente había monjes mendicantes errantes,  sin un hogar fijo, que celebraban sus reuniones en la estación de las lluvias, cuando se reencontraban para escuchar las enseñanzas y practicar juntos durante un tiempo en algún lugar apropiado. Posteriormente, con la expansión del budismo  y con su implantación en otras tierras, se formaron comunidades monásticas fijas, con reglas que determinaban la actividad diaria de los monasterios, en los que los monjes practicaban juntos cotidianamente durante todo el año. 
 
Hoy en día, aquí en Occidente, la mayor parte de aquellos que practican zazen son laicos, personas que trabajan, tienen familias, posesiones que gestionar, historias sociales en las que viven inmersos, cuyos amigos y las personas con las que comparten la mayor parte de su tiempo no necesariamente comparten ni entienden la propia opción. 
 
En estas condiciones, que son las nuestras en una gran mayoría de casos, en las que, normalmente, los encuentros con otros que han decidido recorrer el mismo camino son más o menos esporádicos, o incluso raros (oscilando entre algún día a la semana y alguna vez al año), este reunirse con otros para practicar juntos, en un lugar adecuado y libres de otros compromisos, se convierte en algo cuyo valor es inestimable y precioso. 
 
El motivo de cuidar, de apreciar, de amar estos momentos de reencuentro entre los que hemos decidido seguir este camino no es porque en este encontrarse podamos disfrutar durante unos días de algún modelo ideal (personal o comunitario), ni porque durante ese encuentro podamos soñar con haber vuelto a un paraíso perdido o haber sido admitidos provisionalmente en alguna utopía, lo cual no contribuiría sino a crear nuevas dualidades, nuevos ideales, nuevos extravíos, nuevos sufrimientos. Ni tampoco porque durante ellos vayamos a recibir alguna enseñanza “especial” proveniente de un otro, sino porque en ellos podemos ahondar en nuestro propio zazen, y porque este ahondar, este abonar la tierra que somos, permanece y florece luego en nuestro zazen cotidiano.
 
A través de mi propio zazen, que empezó de forma solitaria y fundamentalmente lo continúa siendo, fui entendiendo poco a poco que esta práctica no puede tener sentido si se la aisla del resto de la vida, si se practica zazen de un forma autista, desconectada del resto los actos de la vida, separada de nuestra cotidianeidad. En ese fondo inaprensible de nosotros mismos, al que nos entregamos cuando practicamos zazen, cuando nos separamos por un tiempo de la vida activa y del parloteo incesante de nuestra mente, hay algo que abarca a la vida y se mueve con y hacia ella.
 
Esta pregunta por la acción, que en el caso del hombre transcurre en buena medida de forma social, por el mundo de las relaciones con los demás, por aquel campo que podemos calificar como ético o, simplemente, por la vida entera, en todos sus extremos, en todas sus contradicciones aparentes, con todas aquellas dicotomías que construimos con nuestra mente y que inevitablemente pueblan nuestra vida, es una pregunta en realidad enigmática e inquietante: ¿Cómo puede una práctica del cuerpo y de la mente, consistente en aquietarse y sumergirse en el silencio, interior y exteriormente, ayudarnos, orientarnos en nuestra vida activa, bulliciosa, compartida, contradictoria, en la que es preciso escoger en todo momento? ¿Que tiene que ver aquello con nuestra familia, nuestro trabajo, nuestras amistades, con nuestras opiniones, con nuestras elecciones y rechazos? ¿Cómo hacer, en definitiva, que el silencio hable y la quietud camine? 
 
Creo que hay aquí un escollo, una dificultad, una tensión irreductible con la que se  encuentra, antes o después, todo practicante sincero; es decir todo practicante que no reduzca zazen a una “cosa” más entre sus otras “cosas”, a una “práctica” como hacer ejercicio o salir a cenar con los amigos, o (para los aficionados a esas cosas) a algo similar a la realización de un “ritual purificador”; cosas orientadas todas ellas, sea en el plano material o en el espiritual, al bienestar propio o a mejorar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Con frecuencia, por lo menos es mi caso, la respuesta a esa pregunta suele ser difícil de encontrar, se dilata en el tiempo y en el espacio como un mar de brumas cubriendo el océano, se convierte en un koan.
 
Normalmente, repetida y arraigadamente, una natural tendencia nos lleva  buscar fuera un modelo de “cómo deberían hacerse las cosas”. Buscamos modelos exteriores, en los libros y en aquellos que (suponemos) pueden tener más camino recorrido que nosotros. Intentamos andar por medio del bosque mirando solo el mapa, sin fijarnos en aquello que en concreto pisan nuestros propios pies, en aquello que de verdad nos rodea. Olvidamos que los mapas son solo mapas, parciales, idealizados, incompletos; desfasados inevitablemente un instante después de su confección, por muy exhaustivos que sean. De esta forma, absortos en el mapa, nos golpearemos con cualquier obstáculo y caeremos en cualquier agujero que atraviese nuestro caminar.
 
Evidentemente los mapas son útiles, imprescindibles a veces, pero solo podemos atravesar el bosque si ponemos en marcha nuestro pies y estamos atentos ante los obstáculos. Hemos de fiarnos de los mapas mientras coinciden con la realidad de lo que estamos atravesando, de lo que estamos viviendo; pero si queremos realmente cruzar el bosque hemos de esforzarnos en seguir andando y también hemos de tener la determinación de resolver lo mejor que podamos los obstáculos, previstos o no por el mapa, que vayan apareciendo.
 
Hemos de fiarnos también de eso, de los obstáculos, de las dificultades, de lo que no queremos y nos disgusta, de nuestros propios errores y de los errores de los otros, pues no es otro el lugar en el que podemos despertarnos a nuestra propia vida. Solo así podremos comprender y realizar en nuestra propia carne, de verdad y no en nuestra fantasía o en nuestros ideales, la verdad revelada por Vimalakīrti a Mañjuśrī cuando este le preguntó: « “¿Cómo sigue el bodhisattva el camino del buddha?” [y] Vimalakīrti respondió: “Transitando por caminos equivocados sigue  el bodhisattva el camino del buddha”»
 
Si volvemos al koan, a la pregunta sobre cómo zazen, en tanto que práctica que “no sirve para nada”, esa práctica del silencio que no busca ni propone nada fuera de si mismo, que no es por tanto ni siquiera un mapa, puede orientar, iluminar, convertirse en el eje de nuestra vida y despertarnos a ella, creo sinceramente que la única respuesta posible está precisamente implícita en la pregunta misma. 
 
Zazen es la respuesta a la pregunta que abre el propio zazen sobre nuestra vida, sobre lo que somos, siempre que no dejemos que este zazen se esclerotice y nos esforcemos en profundizar su practica; dejándola hacerse más vasta, ahondando cada vez más en ese fondo sin fondo que lo abraza todo. 
 
No es posible permanecer ahí mas que profundizando siempre, pues sino ese permanecer se convertiría en el permanecer de los muertos; y no es posible profundizar ahí sino permaneciendo siempre, pues sino ese profundizar sería solo aparente, tan solo un recuerdo, y se disiparía como el sonido de una campana que ha sido tocada solo una vez.
 
Roberto Poveda Anadón. La Cañada. Julio 2011
 
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3 respuestas a ¿Cómo hacer que el silencio hable y la quietud camine?

  1. Leonardo Di Marco dijo:

    Gracias por este texto, muy rico y lleno de enseñanza. Para mi es un reto a ponerlas en práctica.

  2. fernando jorge castellote dijo:

    Gracias por esas palabras y por lo que trasmiten. Un saludo afectuoso.

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