¿…Qué me vas a contar a mí?

El Bodhisattva actual

La legitimación de nuestra codicia y la justificación de nuestra violencia se construye en nuestros dogmas particulares. No encuentro prácticamente ninguna gran operación para imponer un modelo de opresión basado en la codicia, ya sea el modelo de dominación de la monarquía absoluta, de los señores feudales, de los imperios de colonización, o del propio capitalismo, que no se haya realizado en nombre de ideologías o religiones, o de la voluntad de Dios legitimada por una u otra iglesia justificando la autoridad concedida al tirano, al señor feudal, al rey o a la oligarquía dominante. No encuentro prácticamente ninguna guerra, conflicto étnico o violencia ejercida por un grupo sobre otro que no intente basarse en teorías, ideologías, credos o religiones, desde la raza, la condición étnica, la pertenencia tribal o de creencia, o la defensa de supuestos valores de supremacía.

"El reino  del dogma" es presentado por el Buda, paradójicamente, como el reino de la ignorancia y de la confusión, y es representado en las pinturas budistas como un cerdo que se tapa los ojos con las orejas. También se le llama por otros el primer veneno (el segundo veneno la codicia, el tercer veneno el rechazo o aversión).

Los fundamentalismos de todo tipo, ya sean salafistas, miembros del “Tea Party”, o militantes de ultraderecha o ultraizquierda de todo tipo, las posiciones cerradas o cerriles de verdad absoluta, los dogmas religiosos declarados supuestamente por Dios y por tanto inalterables, los mitos que la humanidad ha creado, y que a lo largo de la historia se han vendido como descripción definitiva de la realidad, son todos hijos del Reino de la Ignorancia.

Pero también lo son nuestros dogmas particulares, esas creencias que no permitimos que se toquen, y que las disfrazamos de nuestro valores y nuestras convicciones, y que las lanzamos sobre los otros, nuestra mujer, nuestros hijos o cualquier otra persona como forma de defender nuestro espacio, nuestra individualidad. Todo ello es hijo de la ignorancia. Cuando caigas en la tentación de defender algo contra viento y marea, sin escuchar a razones, cuando respondas ante cualquier opinión con un “¿qué me vas a contar a mi?” O “eso ya lo sé de sobra”, párate un momento e imagina que eres un pequeño “cerdo que se tapa los ojos con las orejas”. Reacciona entonces, reacciona.

Y ¿por qué es fruto de nuestra ignorancia? Porque es el objeto de nuestro apego. No sabemos, no podemos y no queremos vivir sin seguridades, sin un lugar permanente que no cambie. Construimos descripciones del mundo y copiamos la que mas nos conviene, y las incluimos en ese armario permanente que nos sostiene. Realizamos el proceso de identificación que nos permite dar un perfil adecuado a nuestra esfera individual, a eso que llamamos “yo”, que viene a definirse por nuestras ideas, nuestras convicciones y creencias. En el fondo no sabemos nada definitivo, no comprendemos la esencia de nuestro mundo y de la evolución de los seres, pues toda experiencia real nos llevaría a poner en cuestión, en tela de juicio, cualquier cosa que pretenda ser fija, permanente y tener realidad por si misma. Realmente ésta es la experiencia principal y autentica: que no existe nada que tenga realidad por si mismo, ni siquiera nosotros. Que todo aparece y desaparece. Esto es lo que en palabras del Buda se llama “experiencia del vacío”.

Ya que aceptar esto nos lleva a que el suelo tiemble bajo nuestros pies, a que se caigan las barreras que tan trabajosamente hemos construído a lo largo de nuestra vida, a que rompamos el molde de la forma que vivimos, nos aferramos a nuestra confusión. Creamos los mitos, ya sean sobre el Dios externo inalterable o sobre los “valores inalienables del individuo” o las leyes eternas que rigen el destino de los hombres, o la religión o ideología externa a la que nos adherimos. Todo menos aceptar que no sabemos, y atrevernos a preguntarnos. Este preguntarnos y aceptar la incertidumbre sería un principio diferente. Sin duda el comienzo de nuestra experiencia mística, que siempre comienza con poner en tela de juicio todas, todas las verdades absolutas y eternas, y atrever a preguntarnos, a mirar sin prejuicios, aunque la respuesta no aparezca.

Llama la atención cómo repetimos los mismos ciclos en diferentes etapas. Ahora, una vez abandonados los viejos dogmas, nos refugiamos en los nuevos. Aceptamos sin discusión los dogmas de las nuevas creencias o de la fe alternativa lanzadas por todo tipo de gurus y supuestos sabios. Nos convertimos a las nuevas convicciones, como el milenarismo de nuevo tipo que está de moda, o las verdades indiscutibles de los nuevos predicadores. Son la general confusión en la que caen las personas que se adentran en el camino espiritual sin resolver el problema de su madurez humana, o sin “matar al padre” primigenio del que proceden. Volvemos a estar confusos y ser ignorantes.

No estoy en contra de la curiosidad por saber, tampoco por defender principios o valores que vemos. Sí estoy en contra de apegarnos a ellos y convertirlos en cadenas para nosotros mismos y para los otros. Cuando nuestra experiencia esencial nos dice que todo está interrelacionado, que todo fluye y que nada queda permanente, ni el mismo Dios en el que creemos, ni nuestros intentos de descripción del universo o de nosotros mismos se mantienen fijos. Romper entonces los lazos con nuestras religiones e ideologías de ortodoxia inalterable se convierte en una tarea dolorosa, pero necesaria, para el nuevo tiempo que viene. Es un tiempo en el que la supervivencia de la humanidad depende de romper los moldes que nos separan. Es necesario renunciar a la creencia de que existe una verdad absoluta, objetiva, que está a nuestro alcance y que podemos poseer, ante la cual todos los demás deben postrarse. Esto es aplicable tanto para el cristianismo como para el islam, el budismo u otra cualquiera de las religiones, para los dogmas del comunismo o del capitalismo, para la defensa del poder negro o para la defensa de la supremacía blanca y cualquier otra ideología absolutista de la que el fascismo y el nazismo han sido su máxima expresión. Estos extremos han sido la manifestación manifiesta de la estupidez y la ignorancia humana y fuente de esclavitud y de miserias sin fin. La sociedad del futuro, si ha de existir, ha de ser una sociedad sin dogmas, y sin separaciones, una sociedad donde la experiencia de unidad del camino místico, nos lleve a relaciones de solidaridad y de respeto del aparentemente diferente. Entonces se nos caerán los argumentos para mantener el derecho a poseer sin fin, o para ejercer ningún tipo de violencia sobre los otros. 

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