Gestos de Oración

 Los Gestos de Oración

en el Occidente Medieval
Jean-Claude Schmitt

 

 

 
«Yo no se como a la vez que estos movimientos del cuerpo no pueden hacerse mas que si un movimiento del alma los precede, inversamente, el movimiento interior e invisible que los produce es aumentado por los movimientos que se hacen visiblemente por el exterior. Así las afecciones del corazón, que han precedido a los movimientos para poder producirlos, se incrementan por el hecho de realizarlos» (San Agustín)

 

 

 

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Cuando san Agustín, hablando de signa, plantea las bases de la reflexión medieval sobre los problemas de la comunicación, distingue, frente al hombre, dos tipos de interlocutores: los otros hombres, y también los seres sobrenaturales comenzando por Dios. Esta comunicación (sobrenatural) concierne antes que nada a la oración, hecha de intenciones, de creencias, de imágenes mentales, de palabras y también de gestos. Algunos de estos gestos, comenzando por el signo de la cruz, son propios del cristianismo. Pero la mayor parte se enraízan en una tradición mucho más larga en la que el peso del Antiguo Testamento aparece determinante. Tienen una historia en el transcurso de la cual se transforman y se insertan en contextos diferentes.

 

 EL ORANTE

Desde la Antigüedad cristiana hasta la Alta Edad Media, uno de los principales gestos de oración, en la tradición bíblica renovada por el ejemplo de la Pasión de Cristo, es la posición estática en pié, con los brazos elevados en la posición llamada del orante, o con los brazos en cruz imitando el gesto del Redentor. De pié, el orante se dirige hacia el cielo, para escuchar la voz de Dios: «Hijo del hombre manténte de pié, voy ha hablarte», dice Ezequiel. Otro gesto importante es la postración completa, en el suelo: es la proskynesis de los Griegos, la humiliatio de los monjes de Occidente. La posición de rodillas, la inclinación de la cabeza o de todo el busto experimentan igualmente la humildad de la criatura frente a Dios y la humillación o la penitencia del pecador pidiendo perdón por sus faltas. Todos estos gestos se realizan bajo la mirada de Dios, pero pueden hacerse también en presencia de los hombres: por lo demás esta oración es a menudo colectiva, sobre todo en el marco de una comunidad monástica.
En su De oratione, escrita antes de su conversión al montanismo, Tertuliano trata sobre todo de la plegaria pública, pero también de la plegaria privada. Prohibe en particular el sentarse tras la oración de la comunidad: ¡el cristiano no debe dar la impresión de que la oración le ha fatigado! La posición de pié es la adecuada para celebrar la resurrección del Salvador, es por eso que debe de ser realizada el domingo y durante el ciclo pascual (este uso litúrgico fue efectivamente impuesto por el concilio de Nicea a comienzos del siglo IV). La genuflexión es, el resto del tiempo, el signo de humildad del pecador. Los brazos en cruz recuerdan igualmente la Pasión de Cristo. Los días ordinarios, el cristiano debe arrodillarse, pero no los domingos ni los días de fiesta, ni de Pascua a Pentecostés, tiempo de alegría. Hay que elevar las manos para orar, pero moderadamente (cum modestia et humilitate). Los mismos consejos se encuentran al siglo siguiente en el obispo de Cartago, San Cipriano. En las Galias, el obispo Cesario de Arles (503-542) prescribe a sus fieles que inclinen su cuerpo cuando el sacerdote ora en el altar, que se arrodillen para orar, que flexionen la cabeza para recibir la bendición. Estos gestos son signos de humildad y no solamente de penitencia: incluso aquellos que estiman que no han cometido pecado deben realizarlos. Hay que seguir el ejemplo trazado por el evangelio de Lucas (XVIII): seguro de él mismo, el fariseo oraba derecho, y alababa sus propios méritos; pero Dios ha escuchado la oración del publicano, porque, totalmente encorvado, confesaba sus pecados. El ejemplo será a menudo retomado a lo largo de la Edad Media.
Desde los primeros siglos se esboza una reflexión teórica sobre la oración cristiana que hace un cierto lugar a los gestos y a sus relaciones con las intenciones del orante y con sus palabras. En la cristiandad griega, las Vidas de los Padres (traducidas al latín en el siglo VI) insisten sobre las actitudes ascéticas del monje del desierto. «¿Cómo debemos orar?», pregunta Macario, «No es necesario usar muchas palabras. Es suficiente con mantener las manos elevadas». Orígenes dice preferir a toda otra actitud, aquella que consiste en elevar las manos y los ojos, «ya que el cuerpo aporta así a la oración la imagen de las cualidades que convienen al alma». Sus ideas son ampliamente retomadas, en la cristiandad latina, por San Agustín.
En las Quaestiones ad Simplicianum apoyándose en varias autoridades escrituarias igualmente elegidas en el Antiguo y el Nuevo Testamento, Agustín se niega a prescribir absolutamente una actitud particular de oración: hay que elegir aquella que, en ese momento dado, parece la más apropiada para «poner el alma en movimiento». Este efecto del gesto es sobre todo precisado en una pasaje del De cura pro mortuis gerenda (Sobre el cuidado que hay que tener con los muertos): a partir de la oración para los muertos, Agustín generaliza su idea en algunas líneas que han gozado de una gran posteridad.
Aquellos que oran, dice San Agustín, flexionan las rodillas, se prosternan, y todavía hacen otras cosas «visibles». Pero esto no es lo más importante: estos no son más que los «indicios». Lo esencial, es la intención, que no se ve, pero que Dios conoce. Sin embargo estos movimientos del cuerpo y estas exclamaciones tienen un papel que desempeñar en la elevación hacia Dios del alma que ora: «Yo no se como (nescio quomodo) –confiesa San Agustín– a la vez que estos movimientos del cuerpo no pueden hacerse mas que si un movimiento del alma los precede, inversamente, el movimiento interior e invisible que los produce es aumentado por los movimientos que se hacen visiblemente por el exterior. Así las afecciones del corazón, que han precedido a los movimientos para poder producirlos, se incrementan por el hecho de realizarlos». Este pasaje ha llegado a ser un clásico de los comentarios medievales sobre la oración: Amalario de Metz lo retoma palabra por palabra en el año 823 en su comentario de la liturgia y es frecuentemente citado después.
Incluso si los gestos son menos importantes que la intención y quizás las palabras del orante (aunque esto es menos seguro y Agustín no evoca aquí más que sus exclamaciones o gemidos), los gestos tienen una eficacia sicológica, llevando al alma en su movimiento.
Ahora bien, para San Agustín, todo lo que tiene que ver con la «sicología» es muy importante. El es el verdadero fundador de la «sicología» medieval, que consiste para él y para toda la tradición surgida de su enseñanza al menos hasta el siglo XII, en establecer los principios del conocimiento del alma, desde la percepción de los sentidos hasta la contemplación inteligible de Dios. No es por lo tanto indiferente que los gestos de oración tengan un papel que jugar en el paso, el transitus, de lo material a lo espiritual, incluso si Agustín experimenta dificultades en describirlo. En las Confesiones, él utiliza aproximadamente las mismas expresiones de duda (affectus… nescio quiomodo) a propósito de la música y del canto que transportan al alma, pero corren el riesgo también, cuando se trata de la música profana, de despertar los deseos de la carne.
La discusión sobre los gestos de la oración reaparece en la época carolingia en el cuadro de la liturgia, con Eginhard, intendente y biógrafo de Carlomagno, Amalario de Metz y un alumno de Raban Maur, el abad de la Reichenau Walafrid Stabon. Ellos tres reconocen el lugar del gesto en la oración, pero tienden también a contener el gesto en los límites bien precisos y a subordinarlo a la dimensión espiritual e incluso a la expresión vocal de la oración.
En una carta escrita en marzo-abril del 836 al abad Loup de Ferrières, y en respuesta a una «pequeña cuestión» (rogatiuncula tua) planteada por este, Eginhard (+840) defiende la legitimidad de la «adoración» de la cruz. Pero distingue cuidadosamente entre la «adoración» y la «oración». La oratio se dirige a Dios, que es invisible, para invocarle y suplicarle; ella procede «por el espíritu y por la voz», pero n por el gesto del cuerpo (mente vel voce, vel mente pariter ac voce, sine corporis gestu). Por el contrario, la adoratio o veneratio, dirigida a alguien o a algo visible y que está presente frente a uno, pone en obra al cuerpo (officium corporale), usa gestos específicos: «la inclinación de la cabeza, la curvatura o la postración de todo el cuerpo, la extensión de los brazos, la apertura de las manos». Estos gestos encuentran su justificación en el Antiguo Testamento: Eginhard se apoya sobre el salmo 138 (137), 2 («Inclino la cabeza y me prosterno hacia tu templo sagrado») y el Libro de los reyes (I Reyes XVI o XXXI: Bethsabée se arrodilla o se prosterna ente el rey David; XXIII: este a su vez se prosterna de cara al suelo ante el profeta Nathan; II Reyes XV: los hermanos profetas se prosternan ante el profeta Eliseo), para sostener que una tal «adoración» puede dirigirse a hombres venerables (el rey David o los profetas), a los ángeles, o incluso a ciertas cosas inanimadas (el templo o reliquias); es lo mismo para la cruz, como lo demuestra una carta de San Jerónimo que describe la devoción ascética de Santa Paula: «prostrada ante la cruz, como si ella mirara al Señor que allí suspendido, ella le adoraba». «Como si», subraya Eginhard, ya que se trata de contemplar con los «ojos interiores» del alma, no de mirar una imagen con los ojos del cuerpo. Ya que Dios solo, invisible, puede beneficiar a la vez de la oración mental y vocal, y de la adoración gestual. Los seres y las cosas venerables no pueden ser objeto más que de una adoración gestual. Finalmente –al menos se puede leer en letra pequeña en su carta– las imágenes, incluida, quizás, la imagen material del crucifijo, no tienen incluso derecho a la adoración. En efecto, Carlomagno y su entorno, por los Libri carolini y el concilio de Francfort del 794, han rechazado vigorosamente aplicar en el Imperio franco los cánones del concilio ecuménico de Nicea II (787) que, bajo la autoridad del papa Adriano I, había restablecido el culto de los iconos en el imperio bizantino. Este trasfondo del debate con los Griegos aparece además en la carta de Eginhard cuando este experimenta la necesidad de dar los equivalentes griegos de los términos latinos que él distingue; proseuche por oratio y proskínêsis por adoratio. No duda un instante sobre el sentido de estos términos: contrariamente a lo que se dice a veces a propósito de la recepción en Occidente de los cánones del concilio de Nicea, los Latinos sabía perfectamente de que hablaban cuando denunciaban la «adoración» de los iconos por los Griegos: ellos no entendían denunciar una idolatría grosera (los Griegos no adoraban una plancha de madera), sino muchas formas de devoción y de culto a las cuales las imágenes, según ellos, no tenían derecho. No todavía: harían falta dos siglos más para que el cristianismo de Occidente llegara a su vez a ser una religión de las imágenes.
Wlafrid Strabon (849), por su parte, es el autor de la primera «historia de los desarrollos del culto cristiano». En la historia del pueblo hebreo (el Antiguo Testamento) y los orígenes del cristianismo (los Evangelios, los Hechos de los apóstoles), busca él también los modelos de la oración cristiana. Y concluye a su vez que la expresión física debe de ser reducida al máximo, según el ejemplo de la madre del profeta Samuel que oraba «en lo secreto de su corazón, no moviendo más que los labios y manteniendo un rostro impasible». La adoración de rodillas caracteriza también la «costumbre» de la Iglesia: es justificada esta posición por los ejemplos de Daniel, de Cristo y de los apóstoles. Sobre estos modelos contrasta la exuberancia de los gestos que Walafrid Strabon dice observar en su época. Pero hay una buena y una mala exuberancia, hay «malos usos» y «novedades criminales» que hacen «perder el fruto de la oración». Los malos gestos se observan en aquellos que «orando socavan su pecho con golpes del puño, se golpean la cabeza, adquieren la voz aguda de mujeres y no temen ni molestar al prójimo con sus palabras y sus movimientos, ni de exponer ellos mismos sus faltas». Loable en revancha es el celo de los Scoti, los Irlandeses que, como San Colomban, han renovado el monaquismo continental en la Alta Edad Media: «Un muy gran número de veces, a veces más, a veces menos, doblan ellos la rodilla no solamente para deplorar sus pecados, sino simplemente para pagar los deberes de su devoción cotidiana»
La diversidad de practicas de devoción es igualmente sensible en la otra extremidad de la cristiandad latina. Cuando Boris, el príncipe de los Búlgaros, recibe el bautismo en el 864-865, volviendo su pueblo al cristianismo, el nuevo clero se informa, cerca del Papa, sobre los usos lícitos e ilícitos. No tenemos desgraciadamente más que la respuesta en 106 puntos de Nicolás I, el 13 de noviembre del 866. Lejos de abordar los problemas de doctrina, ella concierne a la disciplina eclesiástica (en la hipótesis de establecimiento de un patriarcado búlgaro bajo la autoridad de Roma) y sobre todo las practicas más corrientes de la vida cotidiana de los laicos: el matrimonio, las relaciones sexuales, la alimentación, el trabajo manual, etc. Cogidos entre Latinos y Griegos, los Búlgaros preguntaron entre otras cosas al Papa si es un gran pecado entrar en una Iglesia sin cerrar las manos sobre el pecho (constrictis ad pectus manibus): es eso, según ellos, lo que pretenden los Griegos. Nicolás I no encuentra nada en las Escrituras que permita sostener esta aserción. Hace notar, por el contrario, la diversidad de gestos de oración, que desgraciadamente no describe: los unos hacen «esto», los otros hacen «eso»… Salvo de rechazar obstinadamente hacer como todos los demás, no se comete pecado eligiendo un modo particular de oración. Lo esencial, es la humildad, porque aquel que se humilla se exalta (Lucas XVIII): las formas exteriores no importan y los hombres pueden incluso inventar formas nuevas.
Un modelo gestual se deduce sin embargo de las observaciones y de las citas de Nicolás I: comprende la prostración (proskinesis), las manos juntas, y la culpa golpeada sobre el pecho. Puesto que uno estaba en pié (stare) y se comparecía con respeto y temor ante el príncipe mortal, con mas razón hay que hacerlo ante Dios. En la parábola, el rey que casa a su hijo hace atar las manos y los pies de aquellos que no están preparados para la boda y a continuación los hace arrojar a las tinieblas exteriores (Mateo XXII,13): de la misma manera el cristiano debe de antemano «atarse las manos» para no incurrir en el castigo divino. Finalmente, para que Dios no le castigue a golpes el día del Juicio, debe desde el presente golpearse el pecho en signo de penitencia.

 

  
DE RODILLAS Y CON LAS MANOS JUNTAS

 

En los siglos XI-XII, dos gestos de oración se imponen y devienen característicos de la oración cristiana occidental: las manos juntas a la altura del pecho, los dedos estirados, y la genuflexión (las dos rodillas en el suelo).
Existen en la Alta Edad Media algunas menciones de oraciones con las manos juntas, pero son muy raras antes del fin del siglo X. Parecen concernir a situaciones bastante particulares, como la que describe Gregorio el Grande, en los Diálogos, a propósito de Santa Escolástica, la hermana de San Benito. Queriendo prolongar tras la caída de la noche la conversación espiritual que ella ha tenido todo el día con su hermano, la santa mujer encuentra el medio de convencer a este para que permanezca a su lado: «Ella posó sobre la mesa sus manos, los dedos entrelazados, e inclinó la cabeza en sus manos para orar a Dios». En el momento en el que volvió a levantar la cabeza, una tempestad se desencadenó, que impidió a Benito volver a su monasterio. Gregorio el Grande menciona a penas la oración secreta de Escolástica: aparentemente omni-potente, el gesto de oración es antes que nada un gesto milagroso. No es considerado como un gesto habitual, sino como el gesto singular de una «amiga de Dios». Notemos también que los dedos están «entrelazados», y no paralelos los unos a los otros, como el gesto de oración comúnmente testificado más tarde.
(…)
Volviendo a los gestos de oración más comunes del siglo XII. Contrariamente al gesto de manos juntas, el arrodillamiento ya está testificado en la Biblia, y la Alta Edad Media está lejos de ignorarlo en tanto que gesto de adoración, de súplica, de penitencia, especialmente durante la cuaresma y el adviento. Pero es la posición de pié la que parece sobre todo convenir a la plegaria, que es un combate contra las fuerzas del Mal: ahora bien, un guerrero combate siempre de pié. Durante la Edad Media central, el arrodillamiento deviene la actitud normal de la oración: una oración más individual que es dirigida a Dios lo más a menudo ante un objeto, tal como el crucifijo, materializando la presencia divina. A partir del siglo XIII, este gesto deviene característico de la adoración del santísimo sacramento. Pero se precisa que los fieles deben en su presencia poner las dos rodillas en tierra, lo que distingue su gesto de dos actos rituales en los que la flexión de una sola rodilla está prescrita: para un sacerdote durante la misa y para un sujeto presentado ante un príncipe. Para la oración, por una curiosa vuelta de significado, la posición de pié estará en adelante interpretada como un signo de tibieza religiosa, solamente buena, por ejemplo, para aquellos que permanecen en la puerta de la iglesia sin avanzar hacia el altar. Al mismo tiempo, en la liturgia de la Iglesia se tiene cada vez menos en cuenta la prohibición tradicional de la genuflexión en los tiempos de alegría (domingos, días de fiesta y tiempo pascual hasta Pentecostés). En las representaciones gráficas, las imágenes de la oración de rodillas, vistas de perfil, con las manos juntas, reemplazan por todas partes a aquellas imágenes de la posición tradicional de pié, con los brazos en cruz o elevados en el gesto del orante.
Al mismo tiempo que la difusión del gesto de la oración con las manos juntas, la generalización de la oración de rodillas a mi parecer marca, sobre todo con relación al antiguo «despliegue» corporal del orante, una contracción de la gestualidad del individuo en oración y una especie de «repliegue» del cuerpo sobre si mismo. Me parece necesario poner este cambio, bien testificado en los siglos XII y XIII, en relación con al menos una de las tendencias de la evolución de las prácticas religiosas: la búsqueda de una devoción individual interiorizada, bien más intelectual, bien más afectiva, pero buscando en todo caso el dominio de las formas exteriores de esta piedad. En los últimos siglos de la Edad Media, la lectura silenciosa de los libros de horas se inscribe en esta evolución. Desde el siglo XII, es chocante ver como Hugo de San Victor (del que sin embargo se conoce su interés por la disciplina de los gestos) niega completamente el papel de los gestos en la oración: en su tratado sobre la manera de orar (De modo orandi), retoma la idea agustiniana de una «excitación» externa de los sentimientos de devoción o affectus, pero atribuye todo el mérito de ello a la voz y no a los gestos. Cuanto la voz es menos capaz de «explicar» este affectus (de explicarlo bajo la forma articulada del lenguaje) la emoción es más intensa: en el grado más puro de la oración, la voz no es más que un jubilum, una especie de grito de alegría en la proximidad inmediata de Dios. Un «gesto de la voz», podríamos decir, pero notando que aquí no hay gestos de los miembros, salvo en el caso de los falsos devotos que simulan la piedad y van a la iglesia para hacerse notar: «Ellos van directos a las personas importantes, les dirigen ante la multitud gestos ceremoniosos (…) disponen su asiento bien en medio, dan vueltas a los cojines, se enrollan a sus pies». ¡Pero Dios que sabe todo no tiene más que hacer de una tal «adulación» fingimiento! Notemos de paso la mención de los asientos, que parece indicar que el autor piensa en los clérigos, puesto que en esa época no hay todavía sillas para los fieles.
Sin embargo, en el siglo siguiente, Tomas de Aquino considera de manera más equilibrada la parte «espiritual» y la parte «corporal» de la oración, y dentro de esta lo que se relaciona con la voz y lo que se relaciona con los gestos. Retoma la integralidad de la reflexión de Agustín y de Juan Damasceno, gestos comprendidos, pero bajo la forma racionalizada de la pregunta escolástica: ¿la adoración implica un acto corporal?
Puede parecer que no, dice él en primer lugar, puesto que la oración es un acto del espíritu y que es extraña a los sentidos. Sin embargo, la adoración comporta también signos exteriores: la voz y los «signos corporales de la humildad», tales como las genuflexiones y las prosternaciones. Estos gestos tienen dos funciones: expresan la devoción interior y «excitan el deseo que nosotros tenemos (affectus) de someternos a Dios».

 

 LOS MODOS DE ORACIÓN

 

En su comentario de las constituciones de la orden dominica, Humberto de Romans, maestre general, consagra todo un capítulo a lo que él llama las «inclinaciones». Por esta palabra, designa en primer lugar, en el sentido amplio, todas las flexiones del cuerpo, distinguidas por sus nombres, sus ocasiones, sus funciones y sobre todo sus seis formas diferentes (que de hecho se reducen a cinco).
En el sentido estricto del término, la inclinatio es la flexión del cuerpo a partir de los riñones: puede ser media (semi plena) si el busto permanece oblicuo, o profunda (plena) si está horizontal. La genuflexio es o bien derecha (recta) si el busto permanece vertical, o bien inclinada (proclivis) si desciende; en este caso, se confunde con la prostratio super genua (el cuerpo reposando en las rodillas), distinto de la prostratio venia (penitencial), el cuerpo completamente estirado sobre el suelo, pero los brazos en el eje del cuerpo, ya que Humberto condena a «ciertos laicos» que hacen una prostración con los brazos en cruz y la boca besando la tierra.
 
Estas distinciones me parecen importantes por su carácter sistemático, su voluntad de describir los movimientos rituales que el cuerpo puede realizar alrededor de dos de sus articulaciones mayores: la cintura y las rodillas. Estas posiciones permanecen sin embargo en un contexto no solamente conventual, sino litúrgico (Humberto de Romans habla de las inclinaciones de los hermanos ante el altar tras los maitines de la Virgen) y no quieren englobar todos los gestos de oración.
La mayor novedad de los otros dos opúsculos es que este tema se presenta mejor. Uno ha sido atribuido recientemente al teólogo parisino Pierre le Chantre (1197). El otro pertenece, una vez más, a la tradición dominica de alrededor de los siglos XIII y XIV. Los dos entienden dar la descripción textual y figurada de los diversos modos gestuales que convienen a la oración cristiana.

 

Pierre le Chantre

 

 

El opúsculo sobre la oración atribuido a Pierre le Chantre forma parte de un tratado sobre la penitencia del cual constituye la segunda parte. Parece de hecho que haya sido una obra autónoma, unida posteriormente a este tratado. Es conocido por ocho manuscritos, datados de los años 1220 al 1400 aproximadamente y remarcablemente estudiados por Richard C. Trexler. De el retengo algunos aspectos bajo mi propia perspectiva.
El interés de este opúsculo reside en primer lugar en su aspecto teórico, en lo que concierne no solamente a la teología de la oración, sino al gesto, del cual el autor da incluso una especie de definición: «El gesto del cuerpo es el testimonio y la prueba de la devoción del espíritu. La actitud del hombre exterior nos instruye de la humildad y del deseo (affectus) del hombre interior». Esta definición no es muy original puesto que no ofrece más que una variante de la idea tradicional del gesto espejo del alma; pero ella adapta esta perspectiva moral al campo particular de la oración.
Más nueva es la percepción técnica de los gestos de la oración: el autor llama a aquel que ora un artesano (artifex est orator) que sabe correctamente manejar los «instrumentos naturales» que son los miembros de su cuerpo, por referencia a los «instrumentos artificiales» que los hombres usan para cultivar la tierra o cortar la leña. Subrayemos de que manera, sorprendente en este contexto, el autor se interesa por los gestos del trabajo. La comparación del orante y del artesano tiende a dar al gesto técnico, invocado como modelo, un valor extraordinario, a la vez que enriquece de manera inesperada la reflexión sobre los gestos de oración.
La precisión con la cual a continuación se detalla cada uno de los gestos de la oración procede de la idea primera de que estos gestos son «técnicas del cuerpo» teniendo, a ejemplo de las herramientas, una utilitas práctica: no solamente «representan» los estados ocultos del alma, sino, en la tradición agustiniana, hacen más intenso el affectus del fiel en oración.
El opúsculo distingue siete modelos de la oración. Cada uno es presentado con un título, que a veces no es más que un fragmento de las Escrituras sirviendo a la vez a identificar el gesto, a legitimarlo y en ciertos casos a enunciar la parte vocal de la oración que, casi siempre, acompaña al gesto. Cada modo es objeto también de una descripción textual, de una justificación que en seis casos de siete es bíblica, y de una ilustración. Esta ha sido prevista desde el origen del tratado puesto que el texto hace referencia a la imagen. El conjunto del corpus no comprende menos de cincuenta y ocho imágenes de los modos de oración.
Mas allá del recuerdo explícito de la doctrina gregoriana de las imágenes (estas sustituyen al texto para aquellos que no saben leer), parece que el objetivo de estas ilustraciones es, concurrentemente con el texto, enseñar más precisamente los gestos de la oración, incluido un público letrado. Pero más todavía que el texto, las imágenes presentan de un manuscrito al otro frecuentes variantes que hay que tener en cuenta.
Los tres primeros modos de la primera conciernen al cuerpo de pié. El autor subraya el carácter privilegiado de esta posición: recuerda que el orante es un combatiente, que no podría por lo tanto orar sentado o acostado. Por lo mismo es necesario, para orar, mantenerse sin apoyo.
 
El primer modo gestual de la oración es la Elevatio manuum: el cuerpo está completamente derecho, las manos juntas dirigidas a la vertical por encima de la cabeza. Varios textos de San Pablo, de los Profetas, de la Vida de San Martín le sirven de justificación. El autor señala que las mujeres adoptan a veces este modo de oración, no solamente en la iglesia, sino en el hogar, en el camino, en los campos, en la plaza. El cuerpo erguido significa la tensión del corazón hacia Dios. 

 

En el segundo modo (Expandi), los brazos están en cruz. Esto conviene sobre todo para la oración en un «lugar sagrado».
 
El tercer modo (Deus propitius esto), conviene a una oración de intercesión . las manos están abiertas ante los ojos como para leer, dice el texto. Pero las imágenes dudan entre esta interpretación –muestran entonces una cierta separación entre las manos–, y la representación de las manos juntas a la altura del mentón. 

 Los dos modos siguientes están reunidos en un capítulo suplementario de la obra bajo la denominación común de genuflexiones, a pesar de que solamente el cuarto sea propiamente una genuflexión. El es identificado por las palabras Domine, si vis, potes, según las palabras del leproso implorando a Cristo para su curación (Marcos I, 40). Se trata de la genuflexio recta tal como Humberto de Romans la describe algunos decenios más tarde, las dos rodillas en el suelo, los brazos se desprenden más o menos del cuerpo, las manos juntas. Tal es la actitud en adelante clásica de la oración del cristiano.
Discute también el autor cuidadosamente sobre las modalidades en el último capítulo: no es necesario que las rodillas reposen en un apoyo, una piedra o una pieza de madera; deben estar a la misma distancia del suelo que las extremidades de los pies, a falta de lo cual la oración es un «fraude», es «falsa». Pero para que la genuflexión sea «mejor», mas «sincera» y más «útil», es necesario que «la boca, el pecho, el vientre, los brazos, las rodillas, las caderas y los dedos de los pies toquen tierra», al mismo nivel: la mejor genuflexio es, para hablar como Humberto de Romans, una prostratio venia.
 
Tal es también el quinto modo de oración o Adhesit pavimento que distingue el opúsculo. Pero aquí las imágenes varían mucho: lo más a menudo los brazos están replegados y las manos juntas una vez mas. En una caso, las manos están juntas, pero los brazos estirados al máximo. Finalmente en otro caso, los brazos están en cruz, un tipo de prostración que Humberto de Romans rechazará.  
 

El sexto modo (Incurvatus sum usquequaque), que corresponde a la inclinatio plena de Humbertus de Romans, se inscribe sobre todo en un contexto litúrgico y en el espacio de la Iglesia: el orante está de pié, pero la cabeza está inclinada, ante el altar, durante la recitación del Credo y más especialmente durante la consagración del pan y del vino, o también ante una imagen de Cristo o de un santo. El autor alaba a los Franceses (Galli), que tiene una gran fervor religioso y tienen escuelas «de las artes y de las virtudes», porque ellos no flexionan solamente «la cabeza y los riñones», sino que «quitando de sus cabezas las capuchas y los bonetes, se prosternan y caen con el rostro a tierra» en el momento de la consagración.

Las variantes de las ilustraciones del sexto modo de oración hacen eco a estas diversas modalidades: varias veces, el altar está representado frente al cristiano en oración. En un caso solamente el cuerpo está erguido, solo la cabeza está inclinada y la frente llega a tocar los pulgares enderezados de la manos juntas; en cinco casos, el busto está muy inclinado (inclinatio semi plena o plena), los brazos extendidos hacia el suelo y las manos juntas; en un caso, la posición general del cuerpo es semejante, pero los brazos se enderezan en el gesto clásico de la plegaria; un caso finalmente representa la oración de rodillas en dirección al altar y las manos juntas. Sin embargo, ninguna imagen representa la prostratio venia que el autor atribuye a los Franceses en el momento de la consagración.

Este pasaje hace eco de los intensos debates teológicos en las escuelas y la catedral de París que son el marco alrededor de los siglos XII y XIII y en los cuales Pierre le Chantre juega un papel de primera línea. La Iglesia, preocupándose más que en el pasado por la cura animarum y por las prácticas religiosas de los laicos, tiene también en cuenta los gestos de estos últimos en la iglesia, sobre todo en el contexto del culto eucarístico en pleno florecimiento. Al final del siglo XIII, el obispo de Mende, Guillaume Durand, se muestra particularmente preocupado por los gestos de sus feligreses durante la misa: el clero debe velar para que los fieles se arrodillen o al menos inclinen la cabeza cuando los nombre de Jesús y de María son invocados. En el concilio de Lyon de 1274, el canon 25 había prescrito la inclinación cuando la invocación del nombre de Jesús, y no una genuflexión, gesto más amplio que reclamaba el celebre predicador alemán Berthold de Ratisbonne. Guillaume Durand, más de diez años después, propone elegir entre los dos y evita decidirse. Conforme a la tradición litúrgica que prevalece desde hace mucho tiempo par los clérigos y los monjes, él prohibe a los laicos que se arrodillen en el oficio entre Pascua y Pentecostés, los domingos y los días de fiesta, porque un gesto de aflicción no conviene a los momentos en los que la Iglesia está en alborozo. Finalmente, siguiendo los usos de la época, prescribe la genuflexión ante la hostia consagrada que eleva el sacerdote, sin mencionar la prosternación de la que habla, sin duda con alguna exageración, Pierre le Chantre.

Múltiples documentos testifican la diversidad de usos y la investigación, para los laicos, de posturas y de gestos más dignos de honrar las cosas sagradas. En Le Chastoiement des dames, Robert de Blois recomienda a las nobles damas laicas que se levanten durante la lectura del Evangelio y de nuevo en la elevación del Corpus Domini, con las manos juntas, inclinando la cabeza. Después, deben arrodillarse y orar por todos los cristianos, después deben volver a levantarse, a menos que estén enfermas o embarazadas, ya que en este caso pueden quedarse sentadas. En el siglo siguiente los opúsculos que los clérigos ingleses destinan a la edificación de los simples laicos prescriben el arrodillamiento, pero con las manos elevadas, durante la consagración. El gesto de adoración de rodillas deviene así un signo de unanimidad, de adhesión a la comunidad de la Iglesia. En la misma época, los heréticos se distinguen rechazándolo, y se traicionan por la singularidad de su comportamiento en la misa. El inquisidor Bernard Gui (1308-1323) hace notar que los heréticos, durante la elevación, miran a la pared y no hacia la hostia y añade: «Es raro que se arrodillen o junten las manos para orar como los demás». Incluso se atribuyen a los heréticos gestos blasfemos durante la consagración.
 

El último modo de oración (Domine exaudi)es el único que no está justificado por una «autoridad» bíblica, sino por un testimonio de Gregorio el Grande citando como ejemplo la oración de su tía paterna: ella tenía costumbre de orar «en la posición del camello», las rodillas y los codos tocando el suelo. Se trataba para ella de mortificar su carne y se le habían formado costras al cabo de los años en esas partes del cuerpo. Este modo de oración se encuentra efectivamente en ciertas constituciones monásticas. Aquí, las imágenes son más o menos fieles a la descripción, el dorso curvado, las rodillas y los codos tocan el suelo, las manos juntas.  
 

Nos queda por saber a quién se dirige el opúsculo. El texto no da indicación de ello: solo la personalidad de Pierre le Chantre, si la atribución a este autor es exacta, puede hacer pensar a un público de clérigos de las escuelas, al clero secular y, más allá, a los simples fieles. Ciertos manuscritos provienen de bibliotecas monásticas, pero es poco probable que los monjes hayan tenido verdaderamente necesidad, en el siglo XIII, de un tal manual para aprender a orar. Las imágenes dan indicaciones muy precisas: solo un manuscrito (Ottobeuren) representa bastante regularmente a un monje en oración. La mayor parte de las otras imágenes muestran jóvenes sin ningún signo de clericatura. En el caso del manuscrito veneciano, que proviene de S. María della Misericordia en Valverde, Richard C. Trexler emite la hipótesis según la cual los miembros de una cofradía de laicos habrían utilizado este opúsculo. En algunos casos, y no solamente para el séptimo modo de oración, es una mujer, una simple laica y no una religiosa, la que está representada en oración. Directamente o indirectamente, parece que esta obra se haya dirigido a un público laico. La novedad formal de este tipo de obra va a la par con la elección, sin precedente, de tales destinatarios.

 
Santo Domingo

El segundo opúsculo describiendo e ilustrando una serie coherente de modos corporales de oración parece haber sido escrito por un hermano predicador anónimo de Boloña, sin duda entre 1280 y 1288. Se titula De modo orandi corporaliter sancti Dominici. Cercano al primer opúsculo por su concepción de conjunto, su trazos formales y su objetivo, difiere sin embargo por el número de los modos que enumera y por su atribución a un individuo particular: santo Domingo, el fundador de la orden de Predicadores. Asociado a la hagiografía de este santo, se ha beneficiado de una amplia difusión manuscrita, pero solamente tres manuscritos ilustrados han sido identificados: un manuscrito conservado en Roma, escrito en latín en los siglos XIII-XIV, distingue nueve modos de oración; el número es idéntico que para el otro manuscrito del siglo XIV escrito en castellano y conservado por las hermanas dominicas de Madrid; el último manuscrito, compuesto por un dominico de Boloña antes de 1470, ilustra catorce modos de oración.

En el prologo, el autor religa su opúsculo a la larga tradición de escritos sobre la oración cristiana, de la cual cita sucesivamente todos los grandes nombres: Agustín, Gregorio el Grande, Hilario de Poitiers, Isidoro de Sevilla, Juan Crisostomo, Juan Damasceno y finalmente Bernardo de Claraval. Después se sitúa en el contexto contemporáneo de la escolástica, pero limitándose a los maestros dominicos: Tomas de Aquino (1274), Alberto el Grande (1280), Guillaume Peraud (1271). Ignora por el contrario el opúsculo de Pierre le Chantre que es mas cercano sin embargo a su propia obra. Tratando los gestos de la oración, pero no los gestos en general, no cita tampoco el De institutione novitiorum de Hugo de San Victor.

Los «modos corporales» de la oración de Santo Domingo tienen una doble realidad, vocal y gestual. Como en el opúsculo de Pierre le Chantre, las numerosas citas bíblicas (sacadas en su mayor parte del Antiguo Testamento y sobretodo de los salmos), sirven no solamente para legitimar los modos de oración del santo, sino también para transcribir las palabras de su oración: los versículos del salmista son las palabras mismas de la oración de Domingo. Además, Padres y teólogos están de acuerdo, dice el autor, en subrayar la interacción de los movimientos del alma y del cuerpo: «El alma que mueve al cuerpo es movida por el cuerpo» (anima movens corpus moveatur a corpore). La formula es agustiniana. Pero él añade que esta emulación del alma y del cuerpo puede conducir a aquel que ora con fervor hasta el éxtasis (in extasim), como fue el caso de San Pablo, o a la ebriedad del alma (in excessu mentis), como en el caso del profeta Daniel.

La oración de Santo Domingo no está por lo tanto solamente religada a la corriente «racionalista», patrística y escolástica, sino al modelo davídico, profético, hagiográfico y místico. Su devoción reproduce «la de los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento»: como ellos, santo Domingo estaba animado en su vida de una fuerza espiritual que arrancaba lagrimas a su cuerpo y sustraía este a su voluntad. Según el manuscrito en italiano de la segunda mitad del siglo XV, la exaltación espiritual y física del santo, que efectuaba verdaderos «mugidos», llegaba hasta el punto de impedirle celebrar la misa…

Sin embargo, el opúsculo no describe los movimientos de fervor que embriagaban a veces al santo fuera de la liturgia conventual, cuando él decía la misa o cantaba los salmos. Trata de la oración individual o «secreta» de santo Domingo, solo frente al altar y al crucifijo en el cual él veía a Cristo «realmente y personalmente presente».
Si esta oración secreta nos es conocida, es porque los hermanos, animados de una loable «curiosidad» (que les permitió después testimoniar en el proceso de canonización de su fundador), espiaban los movimientos y escuchaban las palabras secretas y los gemidos del santo. Es también porque Domingo mismo enseñaba a sus hermanos ciertos modos de su oración: al menos los cuatro primeros. Más tarde, es para seguir el ejemplo de su fundador que se entregaba a la disciplina (modo 3) que la orden dominica ha instituido que los hermanos recibieran la disciplina los días de la semana. Pero la enseñanza no concernía a todos los modos de su oración: sin prohibirlo totalmente, santo Domingo evitaba exhortar a sus hermanos a orar según el modo 6 (de pié, los brazos en cruz) el cual él había usado con ocasión de dos milagros y que reservaba a los momentos en los que sabía que «algo grande y maravilloso iba a ocurrir». Lo que conviene a un santo no siempre es bueno para el común de los hermanos.

El documento está así impregnado por una tensión entre un objetivo pedagógico (imponer a los hermanos la imitación de los gestos de la oración del fundador de su orden) y el carácter extraordinario de la oración de un santo, fuera del alcance de un hermano ordinario. Esta tensión es sensible tanto en el texto como en las imágenes. Ella reproduce a su manera la tensión que, mas generalmente, vemos actuando en toda la historia de la gestualidad medieval entre un gestus moderado, objeto de reflexión y de pedagogía, y una «santa gesticulación», los gesta que son semejantes a la posesión (santa o demoníaca) y culminan en la mística.

Teniendo en cuenta a la vez el texto y las imágenes del manuscrito romano, se ve que los dos primeros modos reproducen actitudes de oración prescritas poco tiempo antes por el maestro general de los predicadores, Humberto de Romans.
El modo 1 es una inclinatio plena…
 
… y el modo 2 una prostratio venia.
 
 Este último y los dos siguientes son presentados como momentos distintos de una misma secuencia gestual: habiéndose colocado de cara al suelo, Domingo «se levantaba par darse la disciplina» (modo 3)…
 
… «después» (post hec) oraba alternativamente de pié y de rodillas (modo 4).
 
El modo 5 forma él solo toda una tal secuencia. El santo, siempre de pié, bien derecho y sin apoyo, pero las posiciones de sus manos cambian: tanto están «extendidas ante el pecho a la manera de un libro abierto»…
 
… tanto «juntas y fuertemente unidas ante sus ojos cerrados», tanto «elevadas a la altura de los hombros como las de un sacerdote que celebra la misa, como si él quisiera tender la oreja para mejor oír algo que se le hubiera dicho desde el altar».
Según el modo 6, presentado como excepcional, el santo oraba también de pié, el cuerpo bien derecho, los brazos en cruz.
 
El modo 7 es como una extensión del precedente: los brazos se enderezan por encima de la cabeza, las manos están juntas o ligeramente abiertas «como para recibir algo del cielo»; la elongación vertical del cuerpo manifiesta un «crecimiento de la gracia», el alma está «embriagada hasta el tercer cielo», el santo es «verdaderamente como un profeta», pero solamente por algunos instantes (non diu stabat).
 
La exaltación del santo se manifiesta todavía en el modo 8: el santo se sentaba a veces, solitario, «en su celda o fuera», para leer «algún libro abierto ante él». Lectura activa, en voz alta, verdadero diálogo con Cristo que él creía escuchar hablarle a través del libro.
 
Santo Domingo «veneraba su libro, se inclinaba ante él, lo besaba con amor», «otras veces apartaba su rostro de él, le quitaba su envoltura, lo ponía en sus manos o se cubría un momento la cabeza con su capucha». Después, «se levantaba mediocremente haciendo una inclinación de la cabeza, como si hubiera querido dar las gracias a algún gran personaje por un beneficio recibido». Satisfecho, retomaba su lectura.
Finalmente, el modo 9 es diferente de todos los demás puesto que estaba reservado a los viajes del santo, cuando estaba sumergido en sus meditaciones, apartado de su compañero de camino. Pero este no dejaba de observarle: Domingo parecía cazar con la mano moscas molestas y hacía el signo de la cruz como para rechazar las agresiones demoníacas que se desencadenaban contra él en pleno aire.
 

* * *
A comienzos del siglo XV, el dominico renano Jean Nider aprovecho la ocasión de un comentario del primer mandamiento (la adoración exclusiva a Dios) para tratar sistemáticamente de la «oración del cuerpo», distinguida de la des espíritu. A pesar de ser dominico, citando el ejemplo concreto de la oración de varios hermanos de la orden de Predicadores, él parece ignorar el opúsculo sobre los modos de la oración de Santo Domingo. Por el contrario cita a Humberto de Romans y a Tomas de Aquino. Su concepción del gestus en la oración es extensiva: él entiende por esta palabra todos los usos del cuerpo en la oración. Da además, quizás por primera vez de una manera tan clara, la plena justificación ideológica del uso del cuerpo en la oración: puesto que Dios ha creado el cuerpo, puesto que el Hijo se ha encarnado, puesto que el cuerpo es prometido en la Redención y en el estatus de «cuerpo glorioso» en la eternidad, el cuerpo es digno de servir a la oración: los gestos «comunes» y los gestos «especiales». Los primeros son aquellos que el fiel cumple comúnmente en la iglesia o en público: inclinar la cabeza, alabar a Dios con la voz, golpearse el pecho, inclinar el torso, arrodillarse, ir en peregrinación, mortificar la carne por el ayuno prescrito por la Iglesia, prosternarse en el suelo, extender los brazos en cruz, llorar y gemir y hacer «otras cosas semejantes»… Algunos de estos gestos –poner los brazos en cruz, golpearse el pecho– deben ser realizados de preferencia en privado solamente (in secreto), mejor que en público. Los gestos «especiales» son más exigentes todavía: afeitarse la cabeza, elevar los ojos al cielo, realizar las seis obras de misericordia, afligir los sentidos del cuerpo: sentir el olor fétido de los enfermos en un hospicio es una mortificación recomendada.

En la misma época, hacia 1440, pero en Italia esta vez, los Nueve modos de la oración de Santo Domingo influenciaron directamente los frescos pintados por Fra Angélico en las celdas del convento de San Marco de Florencia. Todos los gestos figurados en el opúsculo dominico, con la excepción de uno solo (el modo 9), tienen su correspondiente en los frescos de las celdas de los monjes y del prior. El lazo parece ser particularmente fuerte para las celdas destinadas a los novicios del convento. La semejanza de estos frescos –en el que un hermano está siempre figurado en oración o dándose disciplina al pié del crucifijo– y del manuscrito anterior permite retrospectivamente precisar la función de este último: es bastante seguro que haya servido para la enseñanza dada a los novicios en el interior de los conventos. Era ya con las miras puestas en los novicios que Hugo de San Victor había , en el siglo XII, elaborado su ética del gesto. Desde Hugo de San Victor a Pierre le Chantre y de los Nueve modos de la oración de Santo Domingo a Fra Angélico, se ve así toda la medida de un vasto proyecto pedagógico del gesto moral y religioso, en las abadías de canónigos, las escuelas urbanas, los conventos de mendicantes y quizás las cofradías, dicho de otra manera en la frontera del claustro y de la ciudad, en la gran renovación urbana.
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Fragmentos extraídos de: «La Raison des Gestes dans l'Occident Médiéval», Jean-Claude Schmitt. Gallimard. ISBN 2-07-071845-X.
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Adherirse corporalmente a Dios es un camino.
En este camino hay que aprender ejercitándose en la ascética.
La primera lección en esta escuela de vida es la de: ¡ama tu piel!
La segunda lección: ¡ama con tu piel!
La tercera lección: ¡ama sin piel!
La cuarta lección: ¡haz que tu piel sea oración!
La quinta lección: ¡sé únicamente oración!
(Meinrad Dutner
)

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Anteriormente, todo el ser humano, todos sus actos, participaban en el Rito a la vez Existencial y esencializante de Dios. El hombre era íntegramente un ser ritual; sus actos naturales eran acciones sagradas, teomorfas y deificantes: ritos.

Su respiración estaba unida a la de Dios, al spiritus Dei. Su mirada veía en todas las cosas sus divinos arquetipos, y su oído oía y comprendía a través de las cosas el mensaje de sus esencias. sus palabras eran revelaciones divinas, afirmaciones propias de Dios pronunciadas por boca humana.
Su andar, origen de la danza sagrada, expresaba la omnipresencia del eje universal, encarnado por el cuerpo vertical del hombre; cada uno de sus pasos, pues, señalaba el divino Centro que está en todas partes: el hombre iba de Dios a Dios, en Su propia Presencia.
En la posición de reposo, se identificaba a la inmutabilidad de ese Centro omnipresente, que todo lo mueve; y, como atestigua la tradición judía, "su luz irradiaba de un extremo del mundo al otro": su irradiación era semejante a la de un sol que nunca se pone, era una emanación de la Verdad, la Paz y la Beatitud divinas.
(El hombre tradicional. Leo Schaya)
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Esta cuestión del papel del cuerpo y de su actitud en la oración es de una importancia muy grande. Las posiciones hieráticas de la oración litúrgica pueden ser utilizadas en la oración privada, pero existe también una "liturgia íntima" que se inspira en las posturas o âsanas del hatha-yoga.

"Es por otra parte muy importante desde el punto de vista esotérico, constatar el papel que la vía hesicasta da al cuerpo; esta vía se niega a ver en el cuerpo el principio del mal y la fuente de todo pecado -sería esto una blasfemia contra el Creador y un error dualista semejante al Maniqueismo- sino que ve, por el contrario, en el cuerpo humano, cuyos prototipos perfectos son los cuerpos de Adán y Eva, y las manifestaciones sublimes los cuerpos de Cristo y de la Virgen, una obra de Dios en la cual El Se refleja, y, por lo tanto, un "tabernáculo del Espíritu Santo" y una "morada de Dios"; y recordemos aquí que el "el Verbo se hizo carne", y no "alma" solamente. Por otra parte, la ausencia de pasiones, para el Hesicasmo, no es su muerte pura y simple, sino su transmutación en energía espiritual; se subrayará que una tal concepción, que se acerca a la del Tantrismo -para nombrar un ejemplo particularmente característico al respecto- sobrepasa netamente los límites de la simple moral y de su oportunismo social. El cuerpo, según los Hesicastas puede participar desde ahora en la vida bienaventurada del espíritu, el "cuerpo santificado" pude "gustar lo Divino"; pero para alcanzar esta santificación, es necesario mantener el espíritu continuamente en los límites del cuerpo, conforme  a esta enunciación de San Juan Clímaco: "Es hesicasta aquel que se esfuerza en alcanzar lo incorporal en lo corporal". Inversamente, la errancia del espíritu "fuera del cuerpo" es considerada como la fuente de toda aberración espiritual: en cuanto al mantenimiento del espíritu en el cuerpo, exige, contrariamente a lo que admite demasiado gustosamente el punto de vista moral, esfuerzos mucho más considerables que los exigidos por cualquier otra actividad, tal que el esfuerzo  en vista de una virtud cualquiera por ejemplo, y esto es así por que la "concentración" perfecta y permanente implica sintéticamente todas las virtudes posibles".

Frithjof Schuon: "De la Unidad Transcendente de las Religiones" en TEXTOS TRADICIONALES
 

 

 

 

 

 

 

 

 

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1 respuesta a Gestos de Oración

  1. Pepita Pérez dijo:

    no me parece bien

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