Introducción al Zen (primera parte): Ruidos y gritos

(Transcripción del primero de tres teishos dedicados a la esencia de la práctica del zen. Ver (Sati), enfrentarse directamente a nuestros ruidos, a los gritos del nuestro consciente y subconsciente, a las diversas formas de atraparnos, de montar personajes, mitos y pertenencias, es el primer paso del camino espiritual. Teisho dado en el Zazenkai de septiembre de 2022 por Pedro San José. 25 de septiembre de 2022)

Empezamos un ciclo corto de tres teishos sobre la Introducción al zen. No voy a hacer una introducción al Zen al uso (eso lo encontráis en el canal de YouTube: Introducción al zazen, la postura…) ni tampoco hablar de la historia del Zen. O sea que, si queréis introducir a alguien en el Zen, que vean esos vídeos primero. Y de lo que va esto es de algo que todos nosotros tenemos que refrescar que es la esencia de lo que hacemos.

Y hoy vamos hablar de ruidos y gritos. Porque lo primero que un practicante espiritual, no diría solo de zen, debe hacer es enfrentarse a sus ruidos y a sus gritos. Y, cuando hablo de ruidos, no me refiero a los sonidos de la calle, el ruido del coche, el parloteo del niño, el susurro del viento, incluso esos sonidos desagradables que a veces aparecen en las ciudades. No son esos ruidos: esa es la realidad, ese es el sonido de la realidad. Ni tampoco siquiera las sensaciones que aparecen o los pensamientos que circulan porque también eso es la realidad.

Los ruidos a los que me refiero son los ruidos de nuestra interpretación, de nuestro subconsciente, el proceso que empieza cuando lo que el Buda dice ‘dar nombre’, y cuando empezamos a ‘dar nombre’, empezamos a posicionarnos en relación con los temas que vienen en el mundo. Los gritos nos dicen cosas, o nos las decimos, los juicios, las interpretaciones, el cacareo interior, los estados de conciencia que asumimos, los apegos, esos son los ruidos.

Todavía me acuerdo yo, cuando empecé a meditar, cuando acudí a la Sangha, iba lleno de ruidos: ruidos de crisis de mi religiosidad, de percepción de lo que yo era o quería, de expectativas de lo que allí iba a encontrar (la carrera por la iluminación, me decía), los fantasmas interiores que continuamente estaban en mí, las expectativas, las apariencias, las identidades… Iba con un saco lleno de ruidos. Todavía quedan muchos después de tantos años.

Bien, vamos, voy, a repasar cuáles son los ruidos y lo voy a hacer en primera persona asumiendo en mí los ruidos de cada cual también. Pero cada uno de nosotros tenemos que sentirnos interpelados y mirar de frente, con coraje, estos ruidos, estos gritos. Es un acto que nunca termina y que hay que, continuamente, volver a él. Y lo voy a hacer en diálogo o en alternativa de texto, con a quien yo considero mi gran maestro que es Jesús de Nazaret.

Sobrevivir

Me desperté una noche y me vi solo. Estaba sobrecogido porque, durante el sueño, había estado persiguiendo algo. Toda la noche. Sin saber qué era exactamente, pero algo que parece ser que era importante, que yo necesitaba. Pero no podía alcanzarlo: cada vez que iba a buscarlo en una habitación, no estaba, y luego iba a otra. Tenía la sensación de que nada ni nadie me ayudaba.

Y en esa ansiedad de correr de un lado a otro, en búsqueda de ‘algo’ que parece que era esencial, me desperté. Y, al despertarme, de pronto recuerdo que estoy metido en un proyecto, recuerdo que me faltan hacer una serie de cosas, me acuerdo de las tareas… y me resuena la voz de mi padre, desde que yo era niño, que me decía muy a menudo: ‘No te debes despistar, hijo mío. No te fíes de nadie. Nadie te va a regalar nada. Nuestra vida es lucha. Y eso debemos hacer’. Este mensaje es un mensaje vital que me ha seguido toda mi vida, acompañado del mensaje de mi madre: ‘Tienes que ser bueno, hijo. Tienes que merecerlo, tienes que ganarte el cielo. Vivimos aquí para sufrir. No puedes cambiar las cosas’.

Esa mezcla de estos mensajes es el script, el mensaje vital que cada cual de nosotros recibimos: mi caso, ser honesto, luchar, no fiarse de nadie, sobresalir, perseguir el triunfo… Recuerdo una frase, cuando yo tenía ocho años, muy dura de mi padre. Me mira de frente, fijamente, y me dice: ‘No te fíes ni de tu padre’. Aquello me sobrecogió. Me dejó en profunda soledad. Sentí el aislamiento, la necesidad de sobrevivir en un mundo que no era un paraíso. Desde mi formación católica tradicional: un valle de lágrimas, un lugar donde hay que merecerse, un territorio por el que transitar en el cual hay que ser bueno y obtener un premio más allá. Religiosamente era sentirse alejado, desterrado y en camino, en camino hacia una meta.

Sobrevivir está en mis genes desde el principio de mi especie. La esencia de caer en la cuenta de que soy, es de que soy vulnerable e implicó, a lo largo de cientos, a lo largo de miles de años, una lucha continua por sobrevivencia, lucha de depredación, de conciencia separada, por el alimento, por el sexo, por el control. Este proceso de sobrevivencia, de carrera, de perseguir cosas o perseguir algo, de tener una imagen de miedo al fracaso, de no tener contenido, de no saber dónde se está, o de moverse éticamente, ojalá se rompa en un determinado momento y pueda escuchar la voz del Maestro cuando en la noche a Nicodemo le decía: ‘Hay que nacer de nuevo, nacer de nuevo en el espíritu’, rompiendo ese yugo. Y añade: ‘El viento sopla donde quiere. Oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene y adónde va. Lo mismo sucede con los que han nacido del espíritu’.

Ruidos: el ruido del yo, el ruido de la continuidad de la falacia del yo

Desde que pienso, desde que siento, no tengo duda de que yo existo. Mi conciencia me dice: ‘Eres tú, eres tú el centro. Tu función es salvarte. Vive no aceptando desaparecer. Invéntate una historia, un mito, un itinerario, una interpretación, que no te deje sin saber, porque no saber es no ser y tú eres. Ten un proyecto, un contenido, un camino, un significado y no aceptes que vas a morir y desaparecer. Vive una imagen de ti mismo, inventa una imagen agradable, un proyecto humano y créetelo. Cree que tu destino es ser esa imagen en lo físico, en lo mental y en lo espiritual’.

Y tu Maestro me dices: 

Y, a pesar de decir esto, vuelve otra vez a mí, ese grito, ese ruido y ese caer en vértigo: perder la sustancia de mi yo, me da miedo. Y, por lo tanto, me vuelvo a mi dicotomía, la dicotomía en mi cuerpo, en mis deseos, en mis emociones, en mis proyectos, en mi creencia, en mi religión. Y acepto el mito de permanencia. O bien lo creo, o bien me creo lo de otros: un mito en lo social, en lo político, en lo personal, en lo espiritual, aceptando la dicotomía en mi vida, de decir: ‘Esto es bueno, esto es malo, esto es alto y esto es bajo, esto va delante y esto va detrás’. Mi yo, la pervivencia de mi yo, exige separación, exige división, exige diferencia, exige una ética dualista.

Sin embargo, tú, Maestro, me dices: ‘Solo cuando hagas de lo dos uno, y hagas lo interior como lo exterior, y lo exterior como lo interior, y lo de arriba como lo de abajo, y cuando establezcas el varón con la hembra como una sola unidad, de tal manera que el hombre ya no sea masculino ni la mujer femenina, cuando establezcas un ojo en lugar de un ojo, y una mano en lugar de una mano y un pie en lugar de un pie y una imagen en lugar de una imagen, entonces sólo entrarás en el Reino’. Me estás clamando para que rompa el esquema de la dicotomía. Pero, claro, si rompo la diferencia, ¿dónde queda mi yo?

Alguien, recientemente, me defendía la necesidad de aceptar que vivimos desde un yo individual y no condenar, como a veces se hace de forma mimética en el tránsito espiritual, todo lo que suena a yo como maldito. Por eso hay que enfrentarse al ruido. Claro, yo le respondía con esa frase del Bodhidharma a Hakuyo: ‘¡Qué es el yo? ¿Dónde está? ¿Me lo sabes enseñar?’

Solo desde el dualismo podemos inventr el mito del yo

Ruidos: ruidos de interpretación

He intentado comprender la vida, comprender la realidad. Desde pequeñito, siguiendo el mensaje de mis padres, intenté definir, buscar solución a las cosas, tener la fórmula, tener la interpretación de mi sociedad, de mí mismo, de mi situación en el mundo, de mi religión. Necesitaba respuestas, necesito respuestas, necesito respuestas terminadas.

Y recuerdo, como un flash, una vez, en clase, siendo pequeño, teniendo delante un cura grande, que iba con sotana entonces, y cómo nos hacía aprender de memoria el Catecismo y teníamos respuesta a todas las preguntas. El Catecismo son pregunta y respuesta. Y eso, que parece que ya ha pasado, que ya no está ahí, se grabó en el subconsciente: tener respuesta, que fuera respuesta segura, que respondiera a la verdad y que fuera la definición final. Es la pulsión interior, es el ruido permanente que requiero. Claro, respuestas que no son solamente interpretación de la realidad, sino que también son dictados de cómo vivir.

Y observo alrededor mío, en la sociedad que vivo ahora, la importancia que tiene el Libro, el libro sagrado, otro libro. No es la Biblia, es el Sagrado Corán, escrito por Dios, como verdad terminada, definida, final, donde millones de personas creen en él y no se puede tocar una tilde. Y lo que allí está es el dictado definitivo, la norma de conducta por la cual el ser humano ha de vivir. El deseo humano de que todo está diseñado, determinado, y lo que nos queda es seguir el camino trazado, por mucho que diga que yo ya lo he superado, que yo ya soy más tolerante, que soy más relativista, en el trasfondo es un ruido que continuamente está clamando, una misión, un proyecto, que se convierte en importante, un centro.

Y ¿por qué ese ruido vuelve una y otra vez? Porque es el que marca mi identidad. Porque el ruido de la identidad es el gran ruido.

Me dicen, en estos caminos de meditación, lo importante que es la libertad de ‘ser nadie’. Pero mi ruido me dice que ser un don nadie no es lo que realmente, cada día, en cada momento, en cada lugar, ando buscando. Deseo tener un perfil, tener una identidad, tener una respuesta a la pregunta ‘¿Quién soy yo?’. De hecho, vine a meditar para saber quién soy yo. Porque para mí había una pulsión importante, ¿qué posición ocupo en el mundo? ¿Quién soy yo? ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a quedar de mí?

Primero me identifiqué dentro de una estructura familiar y yo era lo que mis padres indicaban. Luego imité, en mi proceso de crecimiento, aquello que creía mejor. Pero siempre intentando tener un modelo. Después rechacé o acepté, pero intenté formar una estructura de pensamiento, una estructura de creencia, una historia, un perfil, que fuera mío y me agarré a él. Y cada vez que ese perfil entraba en crisis, algo se rompía dentro: ‘No he de dejar que se derrame, no he de dejar que se estropee, no he de dejar que decaiga’. Ese perfil marca el carácter, las rutinas, el espacio propio, me da nombre, me da esquema, incluso aunque no me crea ese esquema a veces, incluso aunque simule creérmelo. Es el perfil a través del cual busco agradar, busco sobresalir, busco ser aceptado o aceptada. Busco ser amado o amada. Por lo tanto, es un ruido poderoso, es un grito poderoso, que continuamente está luchando con el vértigo de desaparecer.

Y ahí, Maestro, me vuelves a decir:

Ser alguien, ser nadie, gran ruido, gran grito, en el cual me desarmo, en el cual me sitúo a veces y, otras veces, me pierdo.

Ruidos: ruidos de los sentimientos y emociones

Y ahora vuelvo la mirada hacia los ruidos que viene de mis sentimientos, de mis emociones. Porque las emociones en sí mismas no son ruidos. Lo que es ruido es la congelación de esas emociones. El miedo congelado, vivir no sintiéndome seguro, no sintiéndome cuidado, comprendido, amado. Sintiéndome amenazado en un mundo que no lo encuentro familiar, inhóspito, en el que tránsito, en el que continuamente tengo que buscar defenderme. Vivir en el vértigo de lo amenazante. Ese miedo, como emoción congelada, que me hace crear un estado de conciencia contraído, que me hace vivir desde la defensa, ¿lo tengo?, ¿en grande, en pequeño?, ¿se convierte en una neurosis?, ¿es algo que he superado?, ¿es algo que, de vez en cuando, grita, pero no le hago caso?, ¿es algo que compenso?

O quizás mi estado de consciencia, mi carácter, lo que conduce mis actos, es la cólera, el enfado. Estoy enfadado. Conmigo, en primer lugar, porque no logro ser quien soy o porque me estoy exigiendo, como verdugo, el conformar un determinado ‘alguien’ y siempre me quedo atrás. O con el mundo, al que le echo la culpa desordenadamente de lo que me pasa. O con los de arriba, que tienen poder y les envidio, y yo no lo tengo. O con los que me han hecho daño. O con los que me impiden avanzar. O con mis padres, porque no me prepararon bien, porque no me dijeron las respuestas.

Enfadarse no es el ruido. Es la congelación de la cólera como estado de ánimo, como estado de conciencia que continuamente me guía y que me conforma mi carácter.

O vivo desde la angustia de haber perdido el norte, de no saber dónde estoy y de encontrarme en un callejón sin salida. Esperando, esperando siempre, pero nunca consiguiendo. Ese sueño de perseguir algo sin que nadie me ayude y sin lograrlo alcanzar. Un encerramiento vital. Ese ruido quizás lo tuve en algún momento y quizás ahora ya no lo tenga. Pero estuvo allí. Y me ató.

O es desde la tristeza, desde el abatimiento y la depresión, desde la calificación negativa de la existencia. Recuerdo aquella charla en la cual decía con Juliana de Norwich: `Al final todo acabará bien’. Y alguien escribió una nota, dirigida a mí, en la cual decía: ‘¡Qué simplista y qué naíf!’ Claro, entonces, todo acabará mal. No sirve, es insuficiente, no tienes capacidad, esto es un valle de lágrimas, te toca sufrir. La culpa, las dificultades, la incapacidad de avanzar.

O incluso vivo cristalizado en la alegría, una alegría frívola, superficial, una carrera hedonista, ‘que me quiten lo bailado’, simplemente vivir ‘el jajá y el jijí’ de aquí, no mirar al frente y no tener responsabilidad, la droga del espíritu, la alegría frívola de ‘todo está bien, yo estoy bien, nada pasa, nada me afecta’. Puede ser un gran ruido también.

Ruidos: El ruido del control

El ruido del poder, de la dominación, el ruido de la depredación. El deseo de control es una compulsión. Continuamente aparece. Queremos controlar la existencia, queremos controlar los seres, quiero controlar los momentos. Me enfado cuando no logro controlar, incluso en medio de la meditación, cuando veo que mi mente se escapa, me enfado y digo: ‘¿Por qué no soy capaz de estar ahí?’

Y soy depredador, esto es, voy en búsqueda de cosas para mí: ‘¿Qué puedo conseguir? ¿En qué me beneficia? ¿Cómo triunfar? ¿Cómo manipular?’ A veces no son solamente cosas grandes. Curiosamente, y me reía el otro día, sobre la llamada ‘depredación del cuchillo afilado’. Aquí, donde yo vivo, tenemos pocas cosas. En los apartamentos nos dan un cuchillo grande, que no corta, y un cuchillo pequeño, que corta. Entonces, el otro día desapareció el cuchillo pequeño. Y yo, en silencio, me fui a la cocina del apartamento de al lado y les robé el cuchillo pequeño, que sí cortaba. Fui un gran depredador. De alguna manera, cuando controlo mi espacio, lo que me falta, lo que tengo aquí, cómo me encuentro a gusto, lo que voy a comer, de qué voy a vivir. Cuando hago eso, estoy negociando con la existencia. Y esa negociación con la existencia me vuelve depredador.

Tú me dices: ‘Mira los pájaros del cielo. No siembran ni siegan, pero no les falta alimento’.

Tú me dices: ‘No os preocupéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber. Ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, podría añadir a su estatura un codo?’

Si embargo, yo vuelvo una y otra vez a escuchar el ruido: ¿qué toca ahora? ¿Qué debo controlar? ¿Qué se me escapa?

La estructura de nuestra vida es una estructura de dominación, es la forma humana natural de la conciencia egoica y elijo continuamente entre ser dominador o ser dominado. Y los ruidos me hablan de mis intereses, de mis deseos, de mis necesidades. Y esto me lleva a hacer diferencia, a considerar que yo soy el sujeto y los demás son el objeto, a habitar en la dicotomía, a generar valores y creencias en función de lo que yo considero bueno para mí. La estructura de poder y de dominación, a la cual Jesús de Nazaret se enfrentó profunda y radicalmente, es el gran ruido de nuestra existencia, es el gran ruido social nuestro.

Ruidos: El ruido, los gritos del tiempo

La perdurabilidad, la muerte gritándonos al final del camino. ¿Por qué huyo del tiempo? Noto como mi cuerpo ya no es joven. Me grita su transformación, su decadencia, pero no quiero aceptarlo y veo el destino de la muerte como un final, tras la cual me da miedo que todo desaparezca. Me agarro a la diferencia y vuelvo la espalda a la realidad y me invento: ‘No, si me mantengo joven. No, si estoy bien. No, si aquí no pasa nada’. Y me vuelvo de espaldas a la muerte, y bromeo con mi vejez y me miro al espejo de un lado y de otro, y me digo: ‘No, no, no está tan mal, todavía me conservo’. Y me oculto mis arrugas, mientras mis células gritan su decadencia.

Los tres elementos que llevaron al Buda a su camino (la enfermedad, la vejez y la muerte) son los ruidos del tiempo. La no-aceptación es el ruido. Querer congelar nuestra existencia y el tiempo es el ruido. Mientras Tú nos dices:

‘Soy yo el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre. Tengo en mí el poder las llaves de la muerte y del abismo’.

Y me añades:

Me exiges que acepte entregar mi vida, aceptar terminar, aceptar y abrazar la muerte, cuando toque. Pero tengo miedo y tengo duda de qué me espera después, Mi religión me ha dicho que hay un después, pero tengo dudas de que sea un mito y me agarro al ruido que niega la muerte. Tengo dudas de que nada tenga sentido y de que esta decadencia sea una sinrazón. Y me agarro, me agarro al significado que he construido, a una juventud aparente que no está, a un vibrar de la vida que rechaza la muerte, a esa flor que no quiere perder su frescor y volverse fruto, a ese universo quieto y parado, que no se destruye, que no se transforma, a una inmortalidad que me invento, a un ruido prostrero al que me agarro. Patética posición del anciano lleno de ruido.

Y, mientras tanto, tengo dos fantasmas a mi lado. El del pasado, que pesa, cuyas pisadas quiero volver a pisar, quiero volver a recorrer el camino que tanto me agradó. Pero nunca segundas partes fueron buenas. Pero lo intento. Y también el otro fantasma, el futuro, que no está, tantos proyectos, posibilidades, algo que hacer, expectativas, esperando que se resuelva, esperando la felicidad postrera, el significado final.

Me veo formando parte de ese diagrama típico, donde estoy viviendo en una caja y tengo un antes y un después. Tengo algo que era un objetivo y tengo también un resultado. Me veo en una continuidad en vez de ‘en momento a momento’, como una única realidad. Y, mientras ríes, me dices: ‘Intentas vivir la tarde en la mañana y la mañana en la tarde’. Y cuando me veo así digo:

Ruidos: El ruido del tiempo

Y también el ruido del espacio, de lo que tengo, de lo que soy. Mido mi espacio, mi lugar, lo que tengo y lo que hago. Lo identifico con lo que soy. Me da vértigo no tener un lugar propio, un lugar familiar que poseo, que controlo, unos seres que son míos, estos libros que son míos, este plato, esta cuchara, esta comida que es mía, esta tribu que es mía, este grupo de amigos que son míos, esta mujer, estos hijos, esta posesión, como forma de definición de mi mismo. El ruido del espacio, el ruido de lo que tengo, el ruido de lo que soy.


Todos estos ruidos acuden a mí día a día, noche a noche, y forman parte consubstancial de mi vida. Porque, cuando me muevo, produzco nuevos ruidos, desarrollo gritos, para identificarme, para moverme, para comunicarme. Digo: ‘Yo creo’, ‘Yo soy’, ‘Yo hago’, ‘Yo realizo’, ‘Yo marcho’ y, en cada acto, en vez de morir, intento mantener la existencia y meterla en frascos, meterla ahí y tenerla ahí. Al menos tengo esta tentación. Mientras hay un viento grande que viene del gran Maestro y de tantos maestros que nos han precedido, que nos llaman a nacer de nuevo, continuamente, y aceptar desaparecer, y aceptar disolverse, y aceptar no tener identidad y a romper con esta neurosis, de esta falacia del Yo, que se mantiene aquí como algo encorsetado y seguro, como si nos tuviera que salvar de algo.

El camino del Zen es el camino, en primer lugar, de enfrentarse con coraje, quizás durante toda nuestra vida, a todos estos ruidos y todos estos gritos, y saber identificar. Cuando decimos: ‘Yo soy’, ‘Yo creo’, ‘Yo hago’, pongamos un interrogante, un interrogante detrás, en el cual digamos:

‘¿Realmente eres?’, ‘¿Realmente haces?’, ‘¿Realmente tienes?’, ‘¿Realmente sabes?’.

Esta limpieza, este proceso de soltar empieza, en primer lugar, por sati. Sati es el primer acto del camino espiritual: atención plena, mirar de frente, aceptar sin disimulo lo que nos hemos negado durante tiempo. Posiblemente en este proceso de aceptar, en este proceso de enfrentarse con nuestros fantasmas, perdamos nuestras creencias, perdamos nuestra imagen, perdamos nuestra historia, perdamos nuestro nombre, perdamos el ámbito familiar en el cual nos sentíamos seguros, perdamos esos amigos que se configuraban en función del perfil que les dábamos, perdamos esos amores que negociamos tanto tiempo y tanto nos costó, perdamos, incluso, conciencia de quién realmente está aquí. ¿Nos atreveremos? Este itinerario no tiene una puerta al final, donde hay una gran luz y todo se nos explicará. ¿Nos atreveremos? Este es el primer acto de nuestro camino espiritual.

 

 

 

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